Una vida sin alcohol ni drogas es más sana para ti, tu familia y la sociedad
Resumen: Apuntes de viajes de Nikos Kazantzakis, versión completa. Traducción: Andrés Lupo Canaleta.
Alta, seca, desértica, de acceso difícil, así aparece Castilla la Vieja, esta forja donde fue formada el alma española. Se ven chozas donde hombres y animales viven juntos, pastores esqueléticos con los ojos brillantes, y otros con la piel quemada por el sol, que caminan por entre las piedras, detrás de sus hambrientas cabras.
El auténtico español siente todavía profundamente la nostalgia de la vida nómada. Menosprecia al campesino que se encorva para cultivar la tierra. Cuando todavía podía disponer de esclavos árabes, era a éstos a los que confiaba este trabajo, ya que en los tiempos de su gloria, el español estaba ocupado en guerrear, viajar, vagabundear o robar en el Nuevo Mundo. No para predicar la religión de Cristo o apropiarse de riquezas. No se trataba más que de pretextos que, si hubieran faltado, habrían sido reemplazados por otros. Luchaba y vagabundeaba, pues ésta era su afición.
Se esforzaba en escapar de la mediocridad de la vida apresurándose, antes de morir, realizar una gran obra. Así, en el célebre cuadro de Durero, “El Español”, montado en un caballo, es perseguido por la Muerte. Ambos caballeros galopan como dos valientes compañeros de armas hacia la tumba, pero antes de que esta carrera macabra termine, el Español mira con avidez todo lo que lo rodea: la tierra, el mar, la mujer...
He aquí cómo podría explicarse la aparente contradicción del alma española que la lógica no ha permitido comprender a tantos sabios. Pasión y Nada. Estos son los dos polos alrededor de los cuales gravita. La pasión, la sed, el cálido abrazo de la vida, y al mismo tiempo la sensación de que todo esto no es más que nada y que la muerte es nuestra Gran Heredera. Pero cuanto más un alma fuerte vive cada uno de sus vanos y efímeros minutos, Para las almas fuertes, la muerte es siempre el más poderoso excitante.
En el corazón de Castilla, sobre una colina, se levanta la ciudadela de Ávila. “No se encuentra en ella más que piedras y santos”. Las murallas, todavía en pie, con sus ochenta y ocho torres, sus almenas dentadas y los pasillos subterráneos desiertos, rodean las miserables casuchas de hoy y las mansiones señoriales, las iglesias y los conventos de la célebre ciudad antigua.
Hace diez siglos, en este lugar, ahora silencioso, resonaba el ruido de los talleres moros, donde los Artesanos de piel morena martilleaban el bronce. La voz del almuédano se dejaría oír varias veces al día. Un chorro de agua gorjeaba sin duda en medio de la plaza y a su alrededor, dentro de las casas de grandes paredes, detrás de las celosías, ojos negros miraban ávidamente la calle.
Y en el barrio judío....voces chillonas, golpeteo de zuecos con incrustaciones de pedrería verde y roja, buhoneros de ojos brillantes y astutos; harapos multicolores, ruido de la muchedumbre, perfume de especias y de los jardines secretos, sonidos de cítara bajo la luna nueva...
Pero un día los cristianos llegaron del norte y los morenos artesanos, con sus mujeres maquilladas con alheña, tuvieron que abandonar la ciudad...
Las mismas estrechas calles se poblaron entonces de sacerdotes montados en robustas mulas, caballeros con armadura y mujeres que llevaban cinturones de castidad bien cerrados.
Un día, alrededor de 1522, un hombre hizo su entrada en Ávila, llevando a la grupa de su caballo a un niño llorando. No se podía señalar si el rostro del caballero expresaba diversión o cólera. Al llegar ante una vieja mansión señorial, el hombre desmontó, cogió al niño por el cuello y lo depositó en tierra firme. Una niña de unos siete años aproximadamente hizo entonces su aparición en el umbral de la puerta. Al ver a su hermano se mordió los labios con obstinación y no dijo nada.
-Teresa- le gritó el hombre, medio sonriendo, medio furioso-, tú tienes la culpa. Tú eres la que lo incitas. Este pequeño mocoso pretende ir con los moros para predicarles el Evangelio.
Sin contestar, la niña cogió de la mano a su hermano, que seguía llorando, y le murmuró al oído con tono severo:
-Rodrigo, ¿no te da vergüenza llorar? Ten paciencia, cuando seamos mayores nos marcharemos juntos.
Teresa leía libros de leyendas que alimentaban su imaginación y hacían palpitar su corazón. En las ilustraciones de los libros veía moros tocados con turbantes rojos y verdes que decapitaban a santos mientras lirios blancos brotaban de la tierra que había regado la sangre de los mártires. En el cielo azul de las imágenes, admiraba la “Nueva Jerusalén” con sus paredes color esmeralda. “¡Para siempre! ¡Siempre! ¡Siempre!...” son las palabras que le gustaba repetir sin cesar, como lo hemos sabido más tarde, cuando de niña, hablaba a su hermano Rodrigo de fugas y de mártires.
Así Teresa crecía bajo el severo techo paterno, en una atmósfera de fiebre y de espera, sin dejar de soñar en una vida heroica y aventurera y en partidas hacia lejanos países.
La internaron en un convento. Para las hijas de la nobleza, los conventos eran en aquella época alegres instituciones donde las jóvenes monjas se reunían para conversar durante varias horas en el locutorio. Podían asimismo recibir a los miembros de sus familias y a sus amigos. Les llevaban regalos: frascos de esencia de flores, pomadas para el cuidado de la piel, frutas exóticas procedentes de las Nuevas Indias, patatas dulces, plátanos, café... Algunas veces también les llevaban hábiles acrósticos llenos de ingenio y de exageración romancesca, en donde se mezclaban el amor divino y el amor terrenal. Tales libertades transformaban los conventos en centros mundanos donde se discutía de filosofía y de arte; en academias alegres y superficiales donde, según la costumbre de la época, se hablaba del amor platónico y del amante ideal. Allí, los jóvenes nobles vivían la vida agradable que les convenía y que no habrían podido llevar en la triste casa paterno o en la lúgubre corte de Felipe II. Y el enviado de Venecia tenía razón cuando, comprobando su felicidad, había exclamado: “En estos conventos, las religiosas están ya en la antesala del Paraíso”.
Después de su reclusión, Teresa había aprendido a reír, cosa que no había conocido hasta entonces. Disfrutó de la dulzura de la vida mundana y se enorgulleció del don que tenía de expresarse y de encontrar siempre en las conversaciones la respuesta más justa. Estos pequeños éxitos constituían para ella grandes alegrías. Su vida transcurría feliz, vana e indolente.
Una noche tuvo bruscamente conciencia de que corría hacia su perdición y que el Infierno se abría bajo sus pies. Presa de terror exclamó:
-Tengo que salvar mi alma. Mi misión consistirá a partir de este día, en introducir de nuevo en los conventos la virtud de otros tiempos.
También por entonces, Don Quijote, después de haber leído todos los viejos libros de caballería, exclamaba:
-Tengo que salvar mi alma. Mi misión consistirá en hacer reinar de nuevo sobre la caballería decadente la virtud de otros tiempos.
Don Quijote y Santa Teresa caminan a la par. Sus gritos son idénticos, su meta es la misma: salvar su alma, es decir, dedicar su vida a un fin superior.
A partir de aquella noche, comienza la aventura heroica y con frecuencia agradable de la santa.
Viaja sin descansa, por ciudades y por pueblos, para predicar, hacer aplicar las nuevas reglas en los antiguos conventos y fundar monasterios modelos según sus principios. Se la ridiculiza, se le infunde miedo, se le ponen mil dificultades. Las casas que se le dan para sus monjas son ruinosas y abiertas a la lluvia. Y ninguna silla, ninguna mesa y menos aún mantas. Entonces, siempre alegre, llena de optimismo y de humor, Santa Teresa va mendigando de puerta en puerta para recoger los muebles indispensables, un poco de pan, aceite y leña. “Amor significa energía”, decía con frecuencia. Y la santidad no es un estado de exaltación o un momentáneo acto de valentía. Exige tesoros de paciencia y de trabajo. No es un ataque, sino una guerra diaria en el fondo de las trincheras, en medio de la suciedad y del barro.
Así luchó Santa Teresa. Con paciencia hizo frente al hambre, a la amenazas, al descontento, y se burló de ello con frecuencia. Cuando no había para comer más que un solo bocado de pan y las religiosas estaban tristes, ella reía:
-Tanto mejor- les decía. Cuando el cuerpo engorda, el alma se debilita.
Algunas veces, cuando faltaba el pan, el fuego y el jergón para dormir, Teresa cogía una bandeja de hierro y se servía de ella a modo de tambor para cantar salmos y bailar en medio del patio del convento, Reía y se burlaba de sí misma. Escandalizadas, las monjas, hambrientas, la miraban, estupefactas. Entonces, la santa se volvía hacia ellas pronunciando estas inesperadas palabras:
-Todo esto me es indispensable para soportar la vida.
Y con frecuencia lanzaba este grito auténticamente español:
-El mismo todo no es nada.
Una noche de primavera, en Salamanca, Santa Teresa se entretenía tranquilamente en pasear con las religiosas por el patio. De pronto, una pequeña monja se plantó delante de ella con una pandereta y castañuelas, y se puso a bailar y a cantar
Ven, ven mi luz,
Ven, mi dulce Jesús.
La santa nota como sus brazos se enervan y su cuerpo se hiela. Cierra los ojos y se desploma sin conocimiento. Las religiosas asustadas, la llevan llorando a su celda y la depositan sobre su duro jergón. Cuando recobra el conocimiento escribe su notable letrilla Que muero porque no muero.
Este fue su primer desvanecimiento de éxtasis. Después tenía miedo de tales momentos, ya que prefería permanecer en la Tierra y que su alma no se separara jamás de su cuerpo. Cuando una religiosa tenía una crisis histérica, Teresa ordenaba con cólera:
-Qué se le dé con un látigo, eso la calmará.
Para ella vivir santamente no significaba desvariar, planear por los aires y separarse de las cosas de este mundo, sino más bien trabajar, resignarse y amar. En la santidad, al igual que en el arte, la llamada inspiración, el entusiasmo, el éxtasis, el furor, incluso si emanan de Dios, son estados sospechosos que pueden descarriar a los que los sufren. Son disposiciones del alma confusas y primitivas que tienen que aclarar y afinar un incesante y severo trabajo del espíritu. Paciencia, lógica, alegría y bondad eran las cuatro pequeñas yeguas que arrastraban a Santa Teresa y a su alma.
Pienso en esta maravillosa obrera que supo fundir en ella con perfecta plenitud los personajes de Don Quijote y de Sancho. Me la imagino caminando con paso rápido por las pequeñas calles desiertas de Ávila, que tan pronto suben como bajan.
Desembarazando a Teresa de su sayal y de los rasgos particulares propios de su época, intento ver con toda su pureza la llama que ardía en ella.
Para gozar intensamente de nuestro paso efímero por la tierra, no ha existido ni existirá nunca más que un solo medio, ya que únicamente éste nos permite movilizar y mandar todas nuestras fuerzas: someterse a un ritmo, que es superior a nuestro ritmo natural. Solamente así la vida del hombre puede ganar nobleza y unidad. Solamente así su actividad puede traspasar los restringidos límites del individuo. Y el que crea y obedezca a tal ritmo podrá vivir solo y plenamente su pequeña existencia individual. Bien subiendo a la pira, emprendiendo una acción valerosa o simplemente descansando en el umbral de su puerta, el creyente nota la vida estallar en él, igual que un sol y, en el tiempo de un parpadeo, experimenta más alegría que la que pueden experimentar en un siglo, los hombres que no tienen fe. Aunque sea la más ascética, la fe ha sido siempre el mejor método y el más fecundo para asegurar la intensidad, no de la vida futura, sino de la que vivimos sobre esta tierra. No hay como la fe para elevar a las masas, es decir, encaminarlas a someter sus deseos y sus exigencias a un ritmo humano profundo que excede del individuo.
Cuando conseguimos descubrir este ritmo, nuestro deber es aliarnos con él. ¿Cómo? Adoptando su método: transmutar en espíritu la mayor parte de la materia posible. Dentro de los límites de la naturaleza humana, es una lucha compleja e incierta. Las nociones, materia o espíritu se modifican e igualmente se suceden constantemente. Lo que para una generación es movimiento y arranque hacia el alto futuro, es, para la que la sigue, inmovilidad y pesadez. Lo que era espíritu se convierte en materia. Un solo de espíritu que asciende inflamado y creador- llámese religión, raza, ideal, patria- se extingue durante algunos siglos, y sus restos calcinados, al caer, constituyen un obstáculo para el nuevo soplo que inicia su vuelo. Hasta que a su vez, después de haber agotado toda su violencia, ésta se apaga y se transforma en obstáculo para los otros.
Este ritmo que nació antes que el hombre, domina la historia del mundo. Un grupo de individuos, impulsado por sus deseos y por sus necesidades, asume el poder espiritual y temporal, establece leyes, crea civilizaciones y, al cabo de cierto tiempo, saciado, nutrido, abandona. Después le substituye otro grupo el cual asciende, más impetuoso porque tiene hambre, porque un nuevo Dios lo guía o porque, dañado, quiere recuperar sus derechos. Pero todos estos pretextos, que no obstante, son realidades, ocultan siempre el gran motivo: los hombres actúan así porque se sienten esclavos. Mejor aún: de ellos alguno es esclavo y lucha por liberarse.
Antes de salir de Ávila me despido de Teresa. En otros tiempos, sin duda alguna, esta llama habría tomado otro aspecto, habría ardido de modo distinto.
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