Una vida sin alcohol ni drogas es más sana para ti, tu familia y la sociedad
Resumen: La ciudad de Salamanca(España) y su encuentro con Miguel de Unamuno, por el escritor griego Nikos Kazantzakis. Apuntes de viajes de Nikos Kazantzakis, versión completa. Traducción: Andrés Lupo Canaleta.
Ya es mediodía. Me paseo por las calles de Salamanca. Catedral, universidad, mansiones medievales, espaciosos balcones, joyas debidas al arte- este juego del hombre libre -ha desaparecido todo en el abrasamiento de la guerra civil.
Corren veloces los automóviles, se ven centinelas en todas las esquinas, los oficiales suben y bajan los peldaños del antiguo palacio episcopal desde donde, invisible, vigilante, callado, Franco gobierna ahora el destino de la joven España.
Vivimos una gran leyenda caliente todavía por la sangre derramada. Sentado en la antesala de Franco, en donde aguardo a que se me entregue el salvoconducto que me permitirá circular libremente, miro con interés a mi alrededor.
Una música militar se detiene en el patio debajo de las altas ventanas de Franco. La multitud se agolpa y algunas mujeres acicaladas se incorporan en ésta. No falta nada: sacerdotes, soldados, mujeres, música, sombreros de todos los colores ni tampoco un jefe invisible que trabaja detrás de espesas cortinas. No falta nada.
El jefe del Gabinete diplomático se me acerca. Es un hombre joven, de fisonomía distinguida y ojos cansados por el insomnio. Viene a traerme un salvoconducto que lleva la firma de Franco.
-Adónde quiere ir primero?- me pregunta.
-A Toledo.
Los ojos del joven brillan
-Jamás olvidaré -dice- el día que tomamos Toledo y que liberamos a los héroes del Alcázar. Yo estaba allí. Verdaderos espectros. La visión de estos seres extraños que subían de las catacumbas de la fortaleza nos hizo estremecer. Todos los hombres llevaban barba. Todos, hombres y mujeres, parecían muy altos por haber enflaquecido tanto. Sus ojos devoraban sus rostros. Entonces, por primera vez, comprendí al Greco. Por primera vez adiviné desde las catacumbas de su espíritu con qué doloroso esfuerzo conducía sus héroes hacia la luz.
No quiero abandonar Salamanca sin entrevistarme con el formidable puercoespín que es Unamuno. Me paseo por el jardín que se encuentra delante de la iglesia de Santa María de los Caballeros, esperando la hora de ir a llamar la puerta. Las hojas se han puesto amarillas, los álamos están dorados, tres grandes cipreses, inmóviles, levantan sus siluetas negras en el crepúsculo de fuego. Reflexiono sobre las dos grandes preguntas que quiero formular a Unamuno:
Se me hace entrar en una habitación larga, estrecha y desnuda. Pocos libros, dos grandes mesas. Dos paisajes románticos en las paredes; grandes ventanas, luz abundante. Un libro inglés se halla abierto en el escritorio. Oigo, procedente del fondo del corredor, los pasos de Unamuno, que se aproxima. Un paso cansado, arrastrado, un paso de anciano. ¿En dónde están, pues, las grandes pisadas, la juvenil agilidad de su paso que admiré en Madrid hace apenas algunos años? Cuando la puerta se abre veo a Unamuno súbitamente envejecido, literalmente hundido y ya encorvado por la edad. Pero su mirada, sigue brillante, vigilante, móvil y violenta como la de un torero. No tengo tiempo de abrir la boca cuando él ya se arroja en la plaza:
-Estoy desesperado -exclama cerrando los puños-. ¿Usted piensa sin duda que los españoles luchan y se matan, queman las iglesias o dicen misas, agitan la bandera roja o el estandarte de cristo porque creen en algo? ¿Qué la mitad cree en la religión de Cristo y la otra mitad en la de Lenin? ¡No! ¡No! Escuche bien, ponga atención a lo que voy a decirle. Todo esto sucede porque los españoles no creen en nada. ¡En nada! ¡En nada! Están desesperados. Ningún otro idioma del mundo posee esta palabra. El desesperado es el que ha perdido toda esperanza, el que ya no cree en nada y que, privado de la fe, es presa de la rabia.
Unamuno se calla un momento y mira por la ventana.
-¿En Grecia qué hacen ustedes?-pregunta.
Pero, sin aguardar mi contestación, se arroja de nuevo a la plaza:
-El pueblo español está enloquecido- continúa-. Y no solamente el pueblo español, sino quizás el mundo entero. ¿Por qué? Porque el nivel intelectual de la juventud de todo el mundo ha descendido. Los jóvenes no se limitan a menospreciar el espíritu, sino que lo odian. El odio al espíritu: he aquí lo que caracteriza a toda la nueva generación. Les agrada el deporte, la acción, la guerra, la lucha de clases. ¿Por qué? Porque odian el espíritu. Yo conozco a los jóvenes de hoy, a los jóvenes modernos. Odian el espíritu.”
Unamuno se levanta y va a buscar el libro inglés que quedó abierto encima de su escritorio. Busca una frase, la encuentra y me la lee.
-“¿Lo ve?”-comenta. “Odian el espíritu.”
En ese momento consigo deslizar una pregunta:
-¿Qué deben hacer todavía los que todavía aman el espíritu?
Unamuno, cosa extraña, me ha oído. Se calla durante algunos segundos y estalla de nuevo:
-”¡Nada!-exclama-. ¡Nada! El rostro de la verdad es temible. ¿Cuál es nuestro deber? Ocultar la verdad al pueblo. El Antiguo Testamento dice:”El que mira a Dios a la cara, morirá”. El mismo Moisés no pudo mirarlo a la cara. Lo vio por detrás, y solamente un faldón de su vestido. Así es la vida. Engañar, engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto por vivir. Si supiera la verdad, ya no podría, ya no querría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo que sostiene en la vida. Justamente acabo de escribir un libro sobre este asunto. Es el último.”
Esta sobreexcitado, sus venas se llenan de sangre, sus mejillas se tiñen de púrpura, su busto se endereza. Se diría que rejuvenece.
De un salto se aproxima a la biblioteca, coge un libro, escribe apresuradamente algo en la guarda y me lo tiende:
“Tome. Léalo y verá. Mi héroe (se trata del mártir San Manuel Bueno) ha dejado de creer. No obstante, continúa luchando para comunicar al pueblo la fe que él no tiene, ya que sabe que sin la fe, sin la esperanza, el pueblo no tiene fuerzas para vivir.”
Lanza una carcajada sarcástica, desesperada:
-Hace cerca de cincuenta años que no me he confesado, pero he confesado a sacerdotes, frailes a religiosas... Los clericales a los que gustan de la buena mesa y del vino, o que atesoran, no me interesan. Aquellos a los que les gustan las mujeres, me conmueven porque sufren. Y aún iré más lejos: aquellos que han dejado de creer me interesan más porque el drama de esos es atroz. Así es el héroe de mi libro: San Manuel Bueno. ¡Mire!
Unamuno hojea el libro con gran nerviosismo. Encuentra esta frase:” La verdad es algo terrible, insoportable, mortal. Si se le levanta el velo, el pueblo ya no podrá continuar viviendo. Y el pueblo tiene que vivir, vivir, vivir...”
Unamuno corta febrilmente las páginas y se pone a leer. Evidentemente, le gusta escuchar su propia voz, Terminado el libro el libro se detiene.
-¿Qué piensa usted?- me pregunta-. ¿Cuál es su opinión?
-Al igual que al final de la civilización greco- romana -le digo, hoy el espíritu dialéctico ha evolucionado más de lo que era necesario. No creemos ya en el Mito. Por eso la vida languidece. Yo creo que ya ha llegado el tiempo en que el espíritu dialéctico debe adormecerse para permitir que se manifiesten las profundas fuerzas creadoras del hombre.
-¿Una nueva edad media?- exclama Unamuno, y sus ojos arrojan chispas-. Esto también lo dije. Se lo dije un día a Valéry: “El espíritu no puede asimilar los grandes progresos realizados. Tiene que descansar”.
De pronto se oye debajo de las ventanas una música militar acompañada por los gritos ¡Arriba España! Unamuno presta atención. Cuando el ruido de la multitud se ha alejado, el anciano español continúa hablando con voz fatigada y triste:
-En este momento crítico por el que atraviesa España, es indispensable que me ponga junto a los militares. Son ellos los que establecerán el orden, porque tienen el sentido de la disciplina y lo saben imponer. No preste atención a lo que se dice de mí: no me he convertido en un hombre de derechas, no he traicionado a la libertad. Pero de inmediato es urgente instaurar el orden. Verá como dentro de algún tiempo, y esto no será dentro de mucho, seré el primero en reemprender la lucha por la libertad. No soy ni fascista ni bolchevique. Yo estoy solo.
Intento dirigir la conversación sobre otros temas, ya que noto que mi interlocutor sufre. Pero Unamuno sigue:
-Yo estoy solo -repite mientras se levanta-, como Croce en Italia.
1926-Octubre-Noviembre 1936
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