Una vida sin alcohol ni drogas es más sana para ti, tu familia y la sociedad
Resumen: Apuntes de viajes de Nikos Kazantzakis, versión completa. Traducción: Andrés Lupo Canaleta.
Este último capítulo de la obra realizada sobre la base de reportajes de viajes titulada “Del Monte Sinaí a la Isla de Venus”, Tomo II de las obras completas de Niko Kazantzaki publicadas por Editorial Planeta, es el relato más autoexigido del autor. Por ello, dista en estética de la narración poética de España y de Strattford-on-Avon como de la belleza de los parajes históricos de la región del Sinaí, de la delicadeza del Japón, la sabiduría china y el retrato de un ser humano extraordinario y apasionado como el escritor rumano Panait Istrati a quién conoce en la celebración del décimo aniversario de la revolución rusa en Moscú.
El autor aborda el capítulo de Grecia con la convicción de que está escribiendo un reportaje de viaje con la objetividad que le corresponde a un periodista por lo que se despoja de sus instintos patrióticos para elaborarlo. Por tanto, nos encontramos con la descripción del Sur de Grecia, de la región conocida como del Peloponeso, donde siguen vagando los espíritus de los personajes homéricos, sin titubear en las críticas al pueblo griego contemporáneo de la época en que fue visto y descrito por Kazantzaki en 1937. El escritor viajero pinta pequeños villorrios de esta región donde las personas que lo habitan se caracterizan por su mediocridad y escasa cultura. Al llegar a Esparta recuerda la grandeza del pasado helénico que fue capaz de aunar a todos los reinados aqueos de la época y combatir durante una década para recuperar a una reina y devolverle la dignidad al pueblo griego.
Por otra parte, Esparta también le permite comparar a sus antiguos habitantes, disciplinados, y cuya meta primordial era la guerra y la compara al período de entreguerras que se vive en Europa durante el siglo pasado. La mentalidad de los hombres es la misma: después de más de veinticinco siglos imperan las mismas convicciones: disciplina y guerra.
¿Ha evolucionado el espíritu humano? Esa pareciera ser la interrogante del autor…
Finalmente el escritor-periodista llega a la Isla de Chipre, a la que el denomina la Isla de Venus porque se supone que allí nació la diosa Afrodita de la mitología griega, la diosa del amor y la belleza a quién los romanos posteriormente apodaron como Venus. Pero es allí, precisamente, donde Kazantzaki profetiza con temor, el advenimiento del poder femenino que terminará avasallando al masculino…
Lo más hermoso de este capítulo es la definición del “Homo Hellenicus” que constituye su epilogo. “Al conservar los elementos positivos del individualismo primitivo y aceptar los de la sumisión disciplinada, realiza este milagro humano que se llama Libertad.
El griego es igualmente el primer hombre que tiene conciencia de la dignidad humana. Se opone a los tiranos- del interior y del exterior- y se atreve a decir:
“¡No!” a las fuerzas bárbaras considerablemente superiores a las suyas.
Al trazar el sendero de la libertad, la raza griega realiza para todos los siglos futuros la redención del hombre. Su combate es duro: cada parcela de su tierra está regada de sudor y de sangre.
Desde la llanura de Maratón hasta las murallas de Missolonghi y desde Missolonghi hasta las legendarias montañas del Epiro del Norte y desde aquí hasta la isla mártir de Chipre, se puede seguir, paso a paso, siglo tras siglo, la marcha de la libertad sobre el suelo griego.
Y asi mismo en los tiempos presentes, en medio de la desvergüenza contemporánea, Grecia, altiva, pobre, vestida de pingajos, cubierta por su propia sangre, la sangre de las heridas que le abrieron sus amigos, se pone en pie, llevando sobre sus cabellos, como la Libertad, una corona trenzada con algunas hierbas que todavía quedan sobre su tierra asolada.
El rostro de Grecia se parece a un papiro palimpsesto sobre el que pueden encontrar superpuestas doce escrituras diferentes; primero, la escritura contemporánea; después, debajo, las de 1821(año de la guerra de Independencia), dominación turca y conquista franca; más abajo todavía, las de la edad media doria, de las civilizaciones micénicas y egea y, finalmente, la de la edad de piedra.
¿Se puede pisar el suelo de Grecia sin quedar preso de angustia? Uno se encuentra, en efecto, ante una profunda sepultura de doce pisos desde donde se levantan voces suplicantes. ¿Cuál elegir? Cada una de ellas es un alma y cada alma aspira a volver a encontrar su cuerpo. Se las escucha, agitado, sin atrever a decidirse.
Para un griego, viajar por Grecia es una especie de suplicio encantador y agotador. Las voces que más le seducen no son aquellas que suscitan en su espíritu altos y orgullosos pensamientos. Son otras voces, que, no obstante, no se atreve a elegir, ya que despertarían a los muertos posiblemente más insignificantes, pero que para él son los más queridos. Cuando se detiene ante un laurel en flor en las orillas del Eurotas, entre Esparta y Mistra, la eterna lucha entre el cuerpo y el espíritu comienza de nuevo. Su corazón se esfuerza en resucitar un cuerpo señalado por la muerte y, haciendo rodar hacia atrás la rueda del tiempo, volver al 6 de Enero de 1449, fecha en la que aquí, en Mistra, este cuerpo recibió una corona de martirio. Los suspiros de sus antepasados, el recuerdo de sus cantos populares y todas las aspiraciones de la nación, le incitan a que dé preferencia a las voces de los muertos menos gloriosos. Pero el espíritu se opone, se vuelve hacia Esparta y se esfuerza, reprimiendo cierta nostalgia sentimental, en arrojar en la cima de Céades este cuerpo imperial.
Para un extranjero, por el contrario, el viaje a Grecia transcurre sin dolor. Su espíritu, despojado de toda complicación sentimental, encuentra infaliblemente la esencia del país. Mientras que para el griego, esta peregrinación se complica con una multitud de recuerdos y también con una dolorosa comparación. Jamás sus impresiones pueden ser puras ni sin heridas. Un paisaje de su país no puede darle jamás- si sabe escuchar y amar- un estremecimiento de belleza. Este paisaje siempre tiene un nombre, siempre está ligado a un recuerdo -aquí los griegos fueron humillados, allá conocieron la gloria-, y de pronto este lugar se transforma en una conmovedora página de historia que lo confunde. Su espíritu está entonces atormentado por preguntas inexorables.”¿Cómo fueron creadas tantas obras de arte? ¿Qué es lo que hacemos nosotros? ¿Por qué nuestra raza está agotada? ¿Cómo continuar lo que empezó? “. Se inclina para escrutar las caras por la calle, aguza el oído para escuchar las conversaciones, con la esperanza de que percibirá un ademán, un pensamiento, un grito, capaces de confortarlo.
Cuando se pasea por Corinto, Argos, Olimpia, Megalópolis, Esparta, el griego lleva sobre sus hombros una inesperada responsabilidad. En efecto, los nombres poseen una fuerza secreta irresistible; el que ha nacido en Grecia, quiéralo o no, asume, pues, una gran responsabilidad.
Apaciguador, inagotable, es el encanto del golfo de Corinto. Una profunda alegría para los ojos. A la izquierda, el pino, el olivo, la viña, la tierra amarilla, las piedras tostadas por el sol. A la derecha, el mar centelleante, eternamente renovado, indolente, alegre, sin memoria. ¿Cómo retener, cómo acordarse de todos los surcos que han excavado en su pecho las antiguas proas? Estaría cubierto de arrugas.
A lo lejos las montañas azules ondulan y humean en la luz. Igual que atletas desnudos, se calientan al sol. No es posible dejar de contemplar este espectáculo. El paisaje griego actúa sobre el hombre- sobre su alma, sobre su cuerpo, sobre sus más secretos pensamientos- como una música. Cada vez que se le vuelve a encontrar, uno lo siento profundamente, se somete con más humildad a su ritmo, se encuentran nuevos elementos de equilibrio y de libertad.
Miro las cumbres apacibles y lejanas, el mar, los árboles luminosos de hojas espaciadas. ¡Qué nobleza, qué sencillez, qué ausencia de énfasis! Aquí todo está creado a la talla del hombre. Se alcanza el ideal siguiendo, lejos de los precipicios, caminos tranquilos. La Belleza carente de alas, como la Victoria, se disfruta perfectamente en medio de estas piedras tostadas, en este tranquilo paisaje.
El encanto y la fuerza jamás se han unido en parte alguna más estrechamente que aquí, sobre la tierra austera y alegre de Grecia. Para entender a la Grecia antigua, su pensamiento, su arte, sus dioses, no existe más que un punto de partida: la tierra, la piedra, el agua, el aire de Grecia. Para entender a la Grecia antigua, su pensamiento, su arte, sus dioses, no existe más que un punto de partida: la tierra, la piedra, el agua, el aire de Grecia. También la emoción más pura, la imaginación más audaz, tienen necesidad para existir, de la materia. Y el artista encuentra esta materia sencillamente mirando como juega la luz y como las montañas permanecen inmóviles. A su alrededor busca todos estos materiales. Según su país posea mármol, granito o solamente lodo, su arte toma una dirección diferente. La resistencia de la materia regula no solamente el trabajo de sus herramientas, sino también el de su corazón. Entre él y el paisaje no se levanta ninguna barrera infranqueable. El paisaje, penetrando en el artista a través de sus cinco sentidos, modela su alma y, al modelarla, él se recrea en la imagen de esta última.
Pienso en el nivel de nuestra vida intelectual y artística de hoy y quedo confundido. ¡Ah, si el paisaje fuera todopoderoso! ¡Qué suerte! Esta tierra no habría dejado de dar grandes artistas. Pero la creación es la resultante de complejas excitaciones. Es la consecuencia de un equilibrio excepcional entre varias fuerzas contrarias, manifiestas o secretas, es un momento sin regreso. Y en Grecia, en un período de millares de años, este momento no apareció más que una sola vez y apenas duró cien años.
Antes, el paisaje era el mismo, lo es todavía, pero el alma que lo acogía y lo reflejaba ha cambiado.
A mi alrededor, en el tren, conversaciones insignificantes, fastidiosas, trivialidades. Nadie lee, nadie mira afuera hacia el mar o hacia la tierra con una mirada nueva. Ninguna correspondencia entre el paisaje y el hombre.
Uno de los más desagradables recuerdos de mi viaje es la dureza y la rapacidad de los rostros en esta región de Grecia. La gente tiene pequeños ojos de un negro intenso, que no ven nada con calma y de una manera desinteresada sino que, por el contrario, fisgan, eligen y se apoderan como si se tratara de manos. Miran el mar para ver si hay peces. Si un pájaro vuela en el cielo, lo siguen con la mirada con envidia y suspirando:”Ah, si tuviera mi fusil”. Y la visión de los olivos cargados de frutos les hace exclamar:”Este bajará el precio de aceite”.
Solamente me ha ocasionado placer ver a algunos ancianos. En varios pueblos del Peloponeso han sido mis únicos compañeros. De los jóvenes, la mayor parte, leían periódicos deportivos y hablaban de fútbol. Otros, mas “intelectuales”, permanecían horas enteras en los cafés haciendo crucigramas. Por lo que se refiere a los hombres de media edad, se dedican a la política y a los negocios. No era posible mantener ninguna conversación interesante con ellos. Solamente los ancianos, cuando la enfermedad no los había abatido, reían mientras narraban historias, considerando su vida pasada como un juego. Sin duda alguna, ya estaban liberados de las cuitas cotidianas y sus hijos o sus yernos los habían desposeídos de sus tierras, dándoles a cambio un pedazo de pan y un colchón.
“Aquel que posee un campo- dijo Buda-, piensa campo, se convierte campo. Aquel que posee una casa, piensa casa, sueña casa, se convierte en casa…Solamente aquel que no posee nada es un hombre libre.”
Llega la noche. En el puerto de Aégion brillan grandes mahonas, negras y rojas, en un mar añil. Los cipreses se levantan en el crepúsculo, anaranjados, rectos y rígidos, como oscuras columnas. El aire huele a uva y a mosto.
Ya es de noche cuando llegamos al puerto de Patrás. Luces, cafés, sillas en la acera, fonógrafos…
Olor a brea y jazmín…
Paseo nocturno, pequeñas barcas de vela que regresan de una correría por el mar… A lo lejos, en la penumbra azul, se perfilan, amenazadoras y altivas, las montañas de Rumelia. En el gran restaurante a la orilla del agua en el que me he detenido, le pregunto al camarero:
- ¿Cómo se llaman estas dos montañas?
- ¡Miguel!- grita a uno de sus colegas. Después volviéndose hacia mí dice:
-Es que yo no hace mucho tiempo que estoy aquí.
Llega Miguel.
-Por favor, ¿cómo se llaman esas montañas de enfrente?
Miguel mira a lo lejos con atención, se diría que trata de adivinar el nombre de las montañas. Se rasca la cabeza.
- ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí, Miguel?
-Cuatro años.
- ¿Y no sabes sus nombres?
El camarero frunce el entrecejo, irritado, pero se contiene.
- ¿Qué quiere que haga con su nombre, señor? ¡No sirve para nada!
* * * * * * *
Al día siguiente, desde por la mañana, me paseo por la ciudad, recorriendo con ansia sus tortuosas calles, como si el espectáculo provinciano fuese nuevo para mí.
Los cafés están llenos. También los jóvenes pasan el tiempo desgranando un rosario de ámbar. Muchachas con el pecho precozmente desarrollado se pasean indolentes y asustadas. En cada calle se ven innumerables rótulos: peluquerías, limpiabotas, cuerdas de guitarra…
Subo los peldaños que conducen a la fortaleza. Salvaje, abandonada, levanta sus torres en ruinas, conquistada por las hierbas aromáticas: alcaparra, menta, ajedrea. Antiguamente, esta ciudadela fue atacada por los romanos, los sarracenos, los eslavos, los francos y después los turcos. Ahora todos estos mortales han desaparecido y la habitan los ocupantes legítimos: la alcaparra, la menta y la ajedrea.
Para construir la pared norte, se emplearon fragmentos de antiguas columnas. Efectivamente, hace miles de años, en esta acrópolis existía un templo de Artemisa a la que se le hacían ofrendas de caza y frutos.
La ciudad se extiende a sus pies, verdeante, atravesada por grandes calles rectas que van hasta el mar.
Es un día dulce de otoño y el cielo está ligeramente cubierto. Esta mañana ha llovido un poco. Las hojas de los árboles empiezan a amarillear, algunos racimos de uva, con los granos oblongos, cuelgan todavía de las cepas. En un día de parecida dulzura desembarcaron en Patrás, para pasar luego todo el invierno, la pareja de enamorados formada por Marco Antonio y Cleopatra. Recorrieron las calles, ella, en una litera dorada que conducían unos negros gigantes y él a su vera, montado a caballo.
Al mediodía, bajo el muelle en donde los habitantes de Patrás se reúnen para beber su ouzo (licor semejante al anís), comer loucoms (bombones orientales cubiertos de azúcar flor) y escuchar música. Me siento junto a tres ancianas. Con la espalda vuelta, contemplo un buque británico a punto de aparejar. El nombre Flaminia “Liverpool” está escrito con letras doradas en la proa. Dejo que mi espíritu escape tranquilamente de Patrás. El aire huele a mar y a sudor. El tabernero ha extendido su colchón y sus sábanas al sol. Otra anciana viene a tomar sitio junto a mis vecinas y desdobla un periódico.
- ¿Qué noticias hay, señora Victoria?-le preguntan.
- ¡Oh, nada!-contesta con una voz aguda-. Nada extraordinario. En China hay lucha y la gente muere a miles….También se dice que Rusia intervendrá y que esto provocará una guerra mundial…En España pasa lo mismo… ¡Nada extraordinario!
Un guapo tenebroso aparece en el estrado con los cabellos llenos de cosmético y los ojos acicalados. Va vestido con un terno oscuro cuyo pantalón es desmesuradamente ancho. Plegando sus aristocráticos labios se pone a cantar una canción de moda, vagamente obscena, Detrás de él unos músicos tocan el violín y el contrabajo. Llevan un pañuelo blanco alrededor del cuello, a causa de la transpiración.
El mar burbujea, el aire huele a melón podrido y unos tomates flotan en las olas. Los bigotudos clientes descortezan con los dientes pepitas de sandía tostadas y arrojan la cáscara lejos, en el agua.
La canción termina. Aparece en escena una mujer pálida y delgada vestida de negro. Detrás dos jóvenes lúgubres, vestidos de frac, como sepultureros. La mujer empieza a bailar, los jóvenes se precipitan sobre ella, la agarran y la bailarina cae unas veces sobre el pecho de uno y otras veces sobre el del otro con gritos estridentes. De repente, la levantan el alto y suben su vestido, desvelando durante un momento su triste desnudez. Entonces, los honrados burgueses se levantan satisfechos. Es más del mediodía. Han tomado su aperitivo y ahora quieren comer.
Hacia la noche se había apoderado de mí todo el aburrimiento de la vida provinciana, el aburrimiento y al propio tiempo una extraña y dulce lasitud.
En Patrás, y los días siguientes en Pyrgos, Trípolis, Esparta, Argos, Nauplión, he conocido el agobiador aburrimiento de las lentas jornadas de provincia, en donde los jóvenes desgranan con sus ardientes dedos las horas de una vida monótona. Aquí un joven puede rápidamente convertirse en una especie de autómata. Pero también puede, por reacción, por orgullo o por despecho, acumular sus deseos insatisfechos y sus fuerzas inutilizadas para estallar un día en una acción valiente o en una obra de arte caracterizada por el aislamiento moral. En nuestro tiempo, solamente en la provincia se puede todavía encontrar el pudor intelectual y moral, En nuestro tiempo, solamente en la provincia se puede todavía encontrar el pudor intelectual y moral, esta preciosa timidez de la juventud. Ya que, en la capital, los ojos y los oídos de los niños pronto son corrompidos y la dudosa precocidad desnaturaliza su alma.
En cambio en las silenciosas calles de provincia, en sus patios limpios y adornados con macetas de flores, en la calma de la naturaleza que rodea a la ciudad, el hombre joven dispone de tiempo para conocer la impaciencia de la espera y para comprender cuán difícil es la realización de cada deseo.
La distancia que aquí separa al deseo de la satisfacción es todavía grande y, para recorrerla, el joven tiene que ejercitar sus fuerzas más elevadas.
La aspiración natural de la juventud hacia un ideal elevado tiene así la posibilidad de manifestarse. No dura más que poco tiempo, pero llega a madurar, a afirmarse. No capitula, pues, más que muy difícilmente.
Tras la desvergüenza de las capitales, la esperanza de renovar la virginidad de la tierra se ha refugiado en la aburrida y encantadora provincia.
Los castillos ejercen un misterioso poder sobre el hombre. Cuando, a lo lejos, en la llanura, aparece de pronto una montaña y en la cima de esta montaña se levanta una corona de murallas en ruinas con sus torres taladradas de troneras, el alma del paseante se exalta.
La baja llanura y sus pantanos por una parte, la cima de la montaña y su valerosa corona, por otra, son en cierto modo una ilustración del alma humana. Del mismo modo se abren caminos en nosotros, se construyen pueblos por donde pasan hombres y animales. Abandonamos, así, casi todo a los demás, pero seguimos guardando inviolado el más inaccesible fortín de nuestra alma. El castillo nos recuerda, por tanto, ese punto fortificado que jamás querríamos entregar, ya que es el único refugio de la conciencia, de la dignidad y del valor.
Así, cuando aparece en el horizonte un castillo solitario, abandonado al viento de una cima, involuntariamente, un grito inarticulado, un grito de guerra, sale de nuestro pecho.
Karitene, Nicle, Mistra, Methoni, Moroni, Monembase, se sostienen todavía en pie y, como centinelas, escrutan el aire vacío de grandeza.
Al abandonar Patrás, penetro en la llanura de Acaya, rica en viñedos, olivares, membrilleros y cipreses. En Manolada: magníficos higos y uvas, paisaje tranquilo y verdeante. En Lehaina: gran iglesia, casas en medio de los árboles…
Llego a Andravitsa, la gloriosa capital medieval de los francos. Sus iglesias francas ya no existen, la tierra se ha las tragado; las tumbas del príncipe de Morea y de los tres primeros Villehardouin también han desaparecido. Ahora, en los cafés, los hombres juegan a las cartas mientras en los campos, las mujeres, con un saco sobre la espalda, recogen las uvas secas extendidas por el suelo, lanzando de vez en cuando un agudo grito.
Aquí, el tipo de las mujeres se aproxima al de las albanesas. Son austeras, siempre están de mal humor, trabajan sin descanso y miran al forastero sin sonreír.
El sonreír aquí es un fenómeno raro. Algunas veces se ríe ruidosamente, pero casi siempre los rostros están enfurruñados. Durante todo mi viaje por el Peloponeso no he encontrado una sola sonrisa llena de serenidad, de dulzura o de cordialidad. Ni la ingenua sonrisa de los efebos de la época arcaica que denota la facilidad de una fuerza todavía virgen: sonrisa que marca el principio de las grandes civilizaciones. Ni la del hombre perfectamente civilizado que expresa una larga experiencia de la vida; sonrisa que marca el fin de las grandes civilizaciones.
He dejado Andravitsa. Tenía prisa por llegar al célebre castillo de Klemutsi, cerca de Glarentza.
Divina llanura, tierra fértil, dulce naturaleza. Desde el tren, miro unos campos donde se queman unas hierbas. El fuego asciende, las ramas crujen, el humo tapa al sol. Durante un momento, el tren pasa por medio del incendio. Mi corazón empieza entonces a latir más fuerte, ya que las llamas le causan siempre una bárbara e inexplicable alegría. El corazón del hombre es bastante más viejo que su espíritu, se acuerda y echa de menos las alegrías experimentadas hace millares de años, en las cavernas de los antepasados, en los lagos o en el fondo de los bosques… El espíritu se esfuerza en vano en adaptarla, en darle un aspecto moderno, en ahogar sus clamores. El corazón no puede impedir gritar a la vista de las llamas que devoran a los árboles o a las casas, a la vista de la sangre o al contacto de una mujer en la oscuridad.
Nos detenemos en el pequeño pueblo de Kavassila para esperar el tren que tiene que llevarnos a Kyllini, la antigua Glarentza.
Al crepúsculo, nos sentamos en un horrible café situado a corta distancia de los vagones detenidos. Ni agua fresca, ni uvas, ni higos. Nada. Solamente café y loucoms.
Enciendo mi pipa, esta fiel compañera, y me invade una extraña emoción. Sin duda porque me encuentro solo en un pueblo desconocido y llega la noche.
Dos campesinos se me acercan y me dirigen la palabra. Uno es pálido, giboso, con ojos melancólicos; el otro, gordo e informe. Me hacen las eternas preguntas: de dónde soy, cuál es mi oficio, por qué viajo, cómo me llamo… Una vez informados y roto el hielo, se inicia la conversación. El gordo pone su larga mano, húmeda por el sudor, sobre mi rodilla y empieza a explicarme una historia interminable y repugnante. “Tenía eczema extendido por todo el cuerpo -dice -hasta el punto de estar medio loco”. Fue a Lehaina a ver al médico. Ninguna mejoría. Entonces se fue a Patrás. Lo mismo.
Finalmente consultó con una vidente, la cual lo curó.
El hombre gordo abre su chaqueta, se baja el pantalón y me enseña su fláccida carne, para convencerme.
- ¿Ves?-dice. ¡Ya no tengo nada!
Nos callamos. Encargo otros loucoums y otros vasos de agua tibia. Ahora ya es de noche, el aire empieza a refrescar y es la hora de las confidencias. El melancólico giboso acerca una silla.
-Usted tiene el aspecto de un hombre de bien- dice. Después, bajando la voz, añade-; Tengo que pedirle un consejo. Charitos está al corriente.
Charitos, el gordo del eczema, menea la cabeza y deja escapar un suspiro.
-Vamos, Dimos, vamos, pobre viejo, eso te hará bien.
-Tengo una mujer -empieza el otro-, que es hermosa como el agua clara. Mi padre tenía algo de dinero; ella, ninguno. Nos casamos. He hecho todo lo posible para hacerla feliz. Todo lo que deseaba lo ha tenido. Vestidos, zapatos de charol, pan blanco…Tiene también criada. No le falta nada, ¿comprendes? ¡Nada! Lo tiene todo, todo, todo…
El gordo aclara su garganta y me guiña un ojo maliciosamente. Pero la desgracia del giboso me interesa y yo no tengo ganas de reír. El giboso continúa:
-Con frecuencia tengo que ausentarme. Algunas veces incluso tengo que ir hasta Pyrgos. Soy corredor. Y cuando me acerco a mi casa, mi mujer me grita desde lejos por la ventana:”Todavía aquí, puerco giboso! ¡Márchate! ¡No quiero saber nada de ti”. Naturalmente, los vecinos lo oyen todo. Entonces entro en mi propia casa como un ladrón, temblando. “Si amas a algún otro, dímelo. Me da igual. Ámalo tanto como quieras. Pero yo no me dejo avasallar.”
La voz del giboso tiembla. Su gordo compañero se da una palmada sobre los muslos, riendo a carcajadas.
-Te lo tienes merecido, mi pobre viejo- dice-. Tú no sabes tratar a las mujeres. Yo me casé con una marisabidilla, una de esas que están orgullosas de su linaje. Ya sabes el género… Delgada, pálida y enfermiza, el género hija de noble. Un día me dijo: “Yo, en casa de mi padre…” Te juro que no fue más lejos. La sangre se me subió a la cabeza. Es verdad que desde hacía tiempo buscaba un pretexto para darle una paliza. “¿Qué?-grité-, ¿qué? En casa de tu padre….” Cogí el primer palo que me vino a la mano y le propiné un buen castigo… ¡Como jamás había recibido ninguno! Después, pasé una cuerda alrededor del bastón y lo colgué del bastón y lo colgué a la puerta. Así no hay riesgo de que lo olvide.
“He aquí lo que necesitan las mujeres, mi viejo Dimos. Hay que infundirles miedo, Nada de “querida mía” y “preciosa mía” Golpes es lo que les conviene.”
Pero el pequeño giboso menea la cabeza y, volviéndose hacia mí, me mira.
Jamás olvidaré la amargura, el llamamiento desesperado, el dolor de su mirada. A la hora del crepúsculo, cerca de la vía férrea, en el horrible café de un pueblo desconocido, un hombre me pedía ayuda. Debía de haber contado su pena a sus paisanos, pero éstos se habían burlado de él y ahora el desgraciado se confiaba al primer forastero.
- ¿Qué tengo que hacer?-me pregunta después de un momento de silencio-. ¿Qué me aconseja?
En efecto; ¿qué tenía que hacer? Me callé, mirando a lo lejos un álamo y un laurel florido que embalsamaba. Me acordé de una playa de arena plantada de laureles en donde había visto unos niños que jugaban mientras dos caballos nadaban en el mar relinchando. Sus relucientes cabezas aparecían sobre las olas, sus cuellos se inclinaban unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda y sus fosas nasales temblaban de placer.
-No tienes más que divorciarte- dijo el gordo Charitos.
- ¡No puedo!-murmuró el giboso volviéndose de nuevo hacia mí.
- ¿Qué tengo que hacer?-me preguntó de nuevo con angustia.
- ¡El tren!- gritó en ese momento un momento un empleado del ferrocarril, y se puso a tocar una pequeña campana.
Me levanté. El giboso no hizo ningún movimiento. Me miró cómo me marchaba, inmóvil, silencioso. Como si viera desvanecerse su última esperanza. Charitos se dio prisa en coger mis maletas y subírmelas al vagón. Después, guiñándome un ojo un ojo me dijo:
- ¡Bien merecido lo tiene! Giboso como es, no debería haberse casado. ¡Bueno, se casó con ella, pero por lo menos que le pegue! ¡Golpes: he aquí lo que les conviene a las mujeres! ¿Qué le parece a usted?
Todo es justo en este bajo mundo. Así como el gusto de la sal se extiende por todo el agua de una cubeta en la que se ha echado un grano, la verdad se extiende por todas partes sobre la tierra, imperceptible, pero penetrante y amarga como una lágrima.
Cuando el tren se puso en marcha, me sentí aliviado. Escapaba así a las preguntas que se me formulaban, evitaba tener que intervenir y, por consiguiente, tener que reducir el reino de la verdad o el de la mentira. El giboso continuaría su dolorosa existencia mientras el gordo Charitos contemplaría, al fin tranquilizado, al lado de su mujer domesticada y feliz, el milagroso bastón que cuelga sobre su puerta.
La noche había llegado por fin y yo no distinguía nada. De vez en cuando una estación, ruido, una linterna, unos ojos que brillaban, unas manos colgando fuera de las portezuelas. La sombra se animaba un momento y después, de golpe, las voces se apagaban, las linternas también continuábamos rodando, silenciosos, hacia el mar.
¡Kavassila! Este nombre me viene de nuevo al espíritu con una repentina claridad. Ahora sé por qué, cuando me senté en el horrible café, se apoderó de mí esta emoción. Los dos campesinos, con sus penas, cambiaron el curso de mis ideas, pero ahora que me encuentro solo y libre, lo comprendo todo. El nombre del pueblo me había inconscientemente recordado una figura muy antigua que yo amaba: el místico bizantino Nicolás Kavassila. Es autor de un admirable libro que leí durante varias noches, encerrado en una celda del monte Athos. El padre Arsenio, un monje delgado, con la tez biliosa, estaba a mi lado y me alumbraba con una vela. Yo leía en voz alta y el padre Arsenio escuchaba sin entender una sola palabra, y quizás porque no comprendía, su imaginación no lograba sino transportarlo más hacia su paraíso. Lloraba y la vela temblaba. Entonces, para consolarlo, cogí su mano y me acuerdo todavía de los nobles mandamientos de nobleza y de sacrificio que nos dictaba el gran místico:
“Continuamente este mundo lleva en gestación al hombre nuevo”.
“Humilde materia es el cuerpo y, por su movimiento continuo, impide al divino sello guardar su inmovilidad”.
Así, solitario, en la noche del vagón, hojeaba mi memoria y el tiempo pasado. Hasta el momento en que llegamos a Kyllini, la Glarentza de la Edad Media. Una hora de camino nos separaba del castillo franco de Klemutsi, que era la meta de nuestro paseo del día siguiente.
El tiempo está nubloso, pero dulce. He pasado una buena noche en la pequeña casa de la señora Nicolette, en Kyllini, cerca del mar. Al alba y acompañado por el guía Fotis, me pongo en marcha hacia el célebre castillo de Klemutsi.
El sendero trepa entre los juncos, los madroños, los asfódelos florecidos y las chumberas. Cuanto más subimos, más se extiende la llanura con sus olivares y sus viñedos y sus esbeltos, nobles y encantadores cipreses.
Estos paisajes de Acaya y de Elida ejercen una extraña seducción. Poseen un elemento peligrosamente seductor, algo femenino… Paz, mujer, hogar, niño, mesa dispuesta, cama limpia, vida humilde y eterna, todas las tentaciones del paisaje hembra…
Aquí el guerrero depone las armas a pesar suyo. Aguza el oído, escucha el dulce zumbido de las hojas del olivo y sonríe a la vida. Partió bravío para conquistar el mundo pero se enredó en un grupo de mirtos…
Así fue cómo un día, hace ahora ya más de siete siglos, los francos hicieron su aparición en este país. Godofredo de Villehardouin se había puesto en camino con cien caballeros y algunos arqueros para conquistar el Peloponeso. Protegidos por armaduras de hierro, levantaban sus escudos y blandían sus interminables lanzas.”Sólo de oír relinchar a sus caballos -dijo el poeta-, las yeguas griegas estaban preñadas.”
Los autóctonos, debilitados por los tres grandes azotes de la época: los impuestos, los piratas y los señores, no tenían ni la posibilidad ni el deseo de resistir. Los cien caballeros extendieron el terror. Precedidos por sus popes, los campesinos salían a la calle para recibirlos sosteniendo incensarios e iconos. Se arrodillaban ante ellos, juntaban las manos y no pedían más que una cosa: que se respetara su religión. Los guerreros, preocupados poco por el Reino del Cielo, no tenían más que una sola meta: el poder terrenal. Divertidos, dejaban en libertad a los sacerdotes, sus iglesias y sus feudos celestes. En cambio, se repartían las tierras, ocupaban las ciudades y construían castillos.
Solamente resistieron dos o tres señores. Estos fueron León Hamaretos de Lacedemonia, Doxapatris Voutsaras en el castillo de Arakova y el terrible señor de Corinto, de Argos y de Nauplisa: León Sguros. Este último luchó valerosamente para defender sus bienes, pero al final, perdida toda esperanza, montó su caballo y se precipitó con él desde lo alto del Acrocorinto.
Algunos meses más tarde, toda la Morea, excepto Monembase, caía en manos de los francos. Fue dividida siguiendo el plan feudal francés y repartida entre doce señores, el primero de los cuales, entre sus iguales, era el príncipe de Acaya.
Estos terribles conquistadores habían decidido permanecer durante todo el año sobre sus caballos, armados y preparados para el combate, ya que eran pocos, en una tierra extranjera, en medio de centenares de miles de habitantes: griegos, eslavos, albaneses, bohemios y judíos.
Pronto el paisaje empezó su cerco, dulce y silencioso. A su acción se añadió la de las mujeres de su país, estas mujeres morenas de tez color de trigo, cabellos negros y grandes ojos. Los rubios conquistadores sufrieron cada vez más su seducción. Se unieron a ellas y olvidaron su patria. Los hijos, a los que se les llamaba Gasmules, hablaban la lengua del país, se volvían griegos. Empezaba una nueva conquista.
“Si todos los griegos, excepto uno, hubiesen sido exterminados- decía el cronista-, éste enseñaría su lengua a los conquistadores y los transformaría en griegos,”
- ¿En qué piensas?-me pregunta el guía Fotis.
- ¿Sabes quiénes eran los dueños de este país antes de nuestra liberación?-le pregunto.
-Desde luego que lo sé. Eran los turcos.
- ¿Y antes de los turcos?
-Los francos.
- ¿Y qué fue de ellos?
- ¡Se los dominó!-exclama Fotis abriendo una enorme boca y dejando ver unos dientes amarillos y puntiagudos-. ¡Se los dominó, amo! ¡Fueron reducidos a polvo!
Es muy de mañana. Caminamos en silencio. El camino sube sin cesar entre dos hileras de pequeños cipreses con las copas de un verde tierno. Un pajarillo con el pecho pálido se posa sobre una rama joven que se dobla bajo su peso. De repente oímos un sonido de campanas procedente de una umbrosa torrentera. Son dos campanas con voz alegre y argentina: dos voces agudas que se siguen con afán por las torrenteras de la montaña, como dos perdices.
- ¿Qué es esto?-le pregunto a Fotis, el cual, quitándose su gorro, se santigua con rápidos movimientos.
-Por allí hay un pequeño convento, Nuestra Señora de los Blanchernes. Hoy celebra su fiesta.
Se ríe.
- ¿Entiendes el lenguaje de las campanas?
Me encojo de hombros.
-Está bien, te lo explicaré- continúa-. Cuando hacen dong, dong, dong, quiere decir:”Cristianos, dad cinco dracmas en la colecta. Y cuando hacen ding, ding, ping, “solamente un dracma”. Créeme, amo, son más bien los curas los que llaman, no es Nuestra Señora.
Mi guía comienza de nuevo a santiguarse como si sus propias palabras le hubiesen asustado.
-Perdóname, Santa María -gruñe-. Tú no tienes la culpa. Tú no tienes necesidad más que de una esponja para la limpieza de tu icono y de una lamparilla… ¡Nada más! Mientras los curas…
Baja la voz y me dice en tono confidencial:
-Apuesto a que por economía ponen aceite de semillas en la lamparilla...
Nos cruzamos con una pequeña anciana cargada con una cesta. Se para y nos ofrece algunos higos que nos refrescan. Pasan dos muchachas montadas en un asno. Las dos son rubias y con los ojos azules. La sangre del conquistador franco circula todavía por las venas de los habitantes de Morea.
De pronto, en una revuelta, me detengo contento. Muy alto, sobre la cima de la montaña, se perfila el célebre castillo de Klemutsi, dañado pero siempre en pie. Su construcción tardó tres años. Villehardouin se apropió de las ricas rentas del clero latino para edificar estas murallas, estas torres, estas puertas…Los curas lo maldecían, pero él, burlándose continuaba levantando su castillo. Esta ciudadela estaba tan bien fortificada que, según los cronistas del tiempo, los francos, aunque hubiesen sido expulsados en cualquier otra parte, habrían podido reconquistar la Morea.
Algunos años más tarde, acuñaron sus primeras monedas, adornadas con cruces cuadradas, castillos y lises reales.
Despido al guía, ya que tengo deseos de estar solo. Al pie de la fortaleza, bajo el sol ardiente, se extiende el pueblo. Los perros empiezan a ladrar, cabezas cubiertas con pañoletas se asoman a las puertas, unos pequeños cerdos negros, parecidos a grandes ratas, corren unos detrás de otros, con el aspecto muy preocupado. Dos albañiles inclinados sobre una pared dejan de trabajar y se me quedan mirando con la paleta en la mirada.
- ¿Foráneos?-me grita un anciano.
-Si, foráneo - digo acelerando el paso.
-Ven a tomar un café.
Pero me guardo mucho de contestar y me pongo a escalar la montaña. Estoy impaciente por llegar arriba. Las charlatanerías, las invitaciones y todo el interés que os pueden demostrar no cuentan para nada, mientras un castillo solitario se levanta encima de vosotros y os llama.
Cuando, después de franquear la gran puerta entreabierta, penetrando en las deterioradas salas de estilo gótico y luego en los patios herbosos, me detuve finalmente en el piso superior, sobre una piedra, una súbita alegría me invadió. Como si en mí el tiempo acelerara su marcha y en el espacio de un relámpago viera a los francos desembarcar en el Peloponeso, saquear el país, poblarlo de niños rubios, de castillos salvajes y, por último desaparecer. ¡Qué alegría, efectivamente, para una alma impaciente la de ver cómo el tiempo, demasiado lento para su gusto, adopta por un momento el ritmo que ella sueña!
A cada uno de mis pasos, amenazadores bandos de cuervos levantaban el vuelo, ocultaban el sol y se posaban de nuevo graznando en el otro extremo de la fortaleza. Sobre las laderas de las montañas y abajo, en la llanura, las campanillas de los invisibles carneros murmuraban como un fresco riachuelo con el calor. Me detuve ante una ventana gótica y contemplé la llanura de Glarentza, que se extendía, serena y fecunda, mientras el mar humeaba a su alrededor. A lo lejos, brillaban las divinas islas: Zante, Cefalonia y, vaporosa como un espejismo azul, Itaca.
¡Qué estupor debió de sacudir a los griegos caídos a la categoría de raias cuando vieron desembarcar a los francos, esos glotones, aficionados a las mujeres, grandes bebedores, gallardos invencibles! Sorprendidos, todavía temblando, las gentes del país debieron de agolparse a su alrededor y mirarlos con temor.
¡Cómo se divertían, gracias a los trovadores que se habían llevado consigo y que cantaban el amor acompañándose con extraños instrumentos musicales!
Amor nuevo, romántico, caracterizado a la vez por la adoración religiosa, la sensualidad y la pureza. Bailes nuevos, canciones nuevas, nueva concepción de la vida… Época en la que el materialismo reinaba por todas partes y donde, no obstante, se perseguía secreta y obstinadamente el pájaro inmaterial que es el Espíritu.
Cuerpos inmensos, almas generosas, risas estruendosas, pensamiento libre, desprecio de la muerte…Los francos se vestían con vivos colores y brillaban al sol. Intrépidos, atacaban en la proporción de uno contra ciento.
Poco a poco, los habitantes de la región, adquiriendo de nuevo el valor, procuraron imitar a los conquistadores en sus maneras de comer, cantar y hacer la guerra. Las mujeres se mezclaron con ellos y sus cuerpos se convirtieron en los talleres secretos en donde se preparaba, al igual que se forma un niño, la nueva civilización greco-franca.
Los raias se hicieron más fuertes, la carne murió y el espíritu floreció. En la Grecia clásica se injertó una extraña civilización romántica y esta operación dio nacimiento a inesperadas obras literarias.
Ya se anunciaba el nacimiento, en suelo griego, del supremo Gasmule, fruto de los amores de Fausto y de Helena, que debía tener de su madre un cuerpo divino y de su padre un alma insaciable, perdidamente romántica…
Durante largo rato, acodado en la ventana gótica, disfruté del espectáculo de la tranquila llanura de Glarentza y evoqué las desaparecidas sombras de los francos. En medio de estas ruinas, se está tentado de pensar digna y valerosamente en el aspecto más grave de la vida: la muerte. Pero no tuve tiempo. De repente, oí ruido de pasos y las voces de dos mujeres. Eran dos francesas, una de piernas cortas y locuaz y la otra alta y callada. Las seguía un hombre joven que tenía una cara delgada, irónica, y unos ojos grises. La visión se desvaneció, el castillo había sido tomado de nuevo, los francos regresaban…
Abandoné la ventana y, unos momentos más tarde, me alejaba a toda prisa.
Cuando, después de haber abandonado las alturas de Klemutsi, llegué al caserío de Kyllini, el panIgyri (fiesta campesina) llegaba a su apogeo. Hombres y mujeres venidos de todos los pueblos cercanos se habían reunido en este viejo monasterio bizantino y celebraban la fiesta de la Virgen de los Blanchernes, comiendo en abundancia y emborrachándose en las tabernas de la orilla del mar. Estas habían sido decoradas como las iglesias, con laureles rosas y banderas; los violinistas habían venido de Zante, que se encuentra enfrente; las carretas descargaban sin cesar mujeres excitadas que lanzaban gritos, niños llorando, mantas y toda clase de cestas llenas de provisiones.
No obstante, todavía ayer, esta misma playa tenía una indecible nobleza con su arena rubia y algunas ruinas que quedaban de la célebre Glarentza franca.
Había llegado el alba y yo me paseaba por la orilla del mar, mirando con delicia las huellas que mis pies dejaban en la arena. En el silencio de la mañana el espíritu conoce libremente las duras voluptuosidades que ama: las ciudades destruidas, las guerras, las riquezas, el trabajo humano cuyos cimientos descansan en el vacío. Y entonces, igual que un halcón lanza un largo grito en medio de las ruinas, porque sabe que ha llegado a este punto elevado desde donde el abismo se le aparece como una patria.
Hace seis o siete siglos, en el puerto actualmente en decadencia de Glarentza, reinaba la mayor animación. De aquí partían los barcos cargados de tejidos de seda, de uvas, de bellotas, de higos, de miel, de aceite, de cera… Se dirigían hacia Venecia, Ancona, Durazzo, Alejandría. En el palacio que ya no existe, se reunía el gran Tribunal de Acaya que decidía los matrimonios principescos, la guerra o la paz.
Aquí se reunía además el “Tribunal de los burgueses” que juzgaba las diferencias entre los autóctonos y las que éstos oponían a los francos. Y en esta iglesia gótica en ruinas, los frailes franciscanos, venido de Asís, cantaban las vísperas mientras contemplaban, a través de las estrechas ventanas, este mar fresco e inmutable.
Y cuando Villehardouin I, que había amado mucho a Glarentza, murió, la población se entregó, según las crónicas, a desgarradas lamentaciones: “Grandes fueron las lamentaciones en toda la Morea, ya que era apreciado y se le amaba por su noble bondad y por su sabiduría…”
Pero hoy, sobre la arena de esta playa, reaparecen, en medio de las piedras y de los árboles, los hombres, estos seres obstinados que, vencidos sin cesar por la Muerte, sepultados bajo tierra, resucitan siempre. Reaparecen nuevos, sin memoria. Evolucionan ahora en esta Glarentza que fue tan habitada, y no se acuerdan de nada. En las tabernas se sientan a la mesa, beben vino, comen carne y bailan. La playa se anima de nuevo. Los vendedores ambulantes venden pasteles de miel, pistachos, pepitas tostadas, melocotones… Uno de ellos grita con una voz aguda y antipática: “¡Iconos, benjuí, clave de los sueños, cancioneros, novelas!...”
Las mujeres tienen la tez amarilla, los niños circulan con enormes vientres hinchados. Las fiebres palúdicas han devastado la raza, Uno de los espectáculos que más entristecen cuando se recorre el Peloponeso es el de una población que perece, asolada por este azote. Las personas, minadas por la fiebre, están tristes, sin energía, no tienen valor ni moral ni físico, y no sienten la necesidad de un ideal. Hace falta que llegue algo excepcional, un panygiri, una boda, hace falta que se emborrachen para que la risa aparezca de nuevo en sus labios.
La dominación turca, que dejó huellas, las fiebres palúdicas y la dura vida del campo son otras tantas miserias que les impiden reír. Su cuerpo es débil, atávicas pesadillas los oprimen siempre, y su espíritu no está lo suficientemente civilizado, no ha adquirido todavía esa ligereza de que tendría necesidad para entretenerse. Nosotros, los griegos, estamos en trance de atravesar un período transitorio especialmente desagradable. Ya no somos esclavos, pero todavía no somos seres libres.
Hoy, en esta fiesta, las gentes gritan y cantan, animadas por el vino. Al igual que el mal genio que, habiendo arrancado los tejados de las casas, desvela numerosos secretos de una manera semejante el vino descubre aquí el secreto de cada uno. Oigo gritos, cantos, cuodlibetos, pero no una risa franca, pura. Ni un solo hombre que, ante el espectáculo de esta multitud en regocijo, ante el espectáculo del mar o también del vaso de vino colocado ante él, ría simplemente por la alegría de vivir. Se ríe en cambio cuando alguien resbala y cae, cuando otro prueba que le salga bien un juego y le falla, o cuando una broma llega a herir al que ha apuntado.
Solamente un anciano, Barba (Barba, en griego, tío. Colocado antes de un nombre: padre) Thanassis, ríe de buena gana. Debe de tener unos ochenta años y es natural de un pueblo cercano a Kavassila. Sus mejillas son sonrosadas; sus ojos, grises y sin pestañas; su bigote, cuidadosamente alisado. Mira a los chicos y a las chicas que bailan, y no se puede aguantar en su sitio. De un salto se levanta, da algunos pasos sobre sus torcidas piernas y después, con su voz cascada, se pone a cantar. Es una canción lúgubre, llena de falsas notas y de pasión. Finalmente, se hunde en su asiento, completamente agotado.
Me siento a su lado para poder mirarlo mejor. He conocido a numerosos ancianos como éste, atraídos todavía por las mujeres y que aman a la vida que pronto tienen que abandonar.
Pero el viejo Marketos, el mendigo, que está sentado en la misma mesa, menea su gruesa cabeza con desprecio. Es un terrible cefaloniense, tuerto y manco. Sus andrajos huelen a tabaco y a grasa. Su brazo mutilado está armado con un gancho mediante el cual agarra el pan, la carne, la fruta. Se vuelve hacia mí y me dice:
-Ven, te invito a un vaso. Mi nombre es Marketos.
-No, soy yo el que invita -le digo-. Podríamos decir a Barba Thanassis que nos acompañara.
-Déjalo -exclama-, nos aguará la fiesta. No hace más que hablar de mujeres, y es ridículo. Mira a lo que comparo yo a las mujeres…Dame medio cigarrillo y te lo enseñaré.
Coge el cigarrillo entre sus labios, lo enciende y, mediante un brusco soplo, ¡pfff!, despide el humo.
- ¡Pff!…Estos son, para mí, las mujeres. No son más que esto. Una bocanada de humo. ¿Sabes por qué? Porque yo he conocido bien a las mujeres. Mientras que este mentiroso de Thanassis, habla mucho sin haber visto nada.
Un extraño brillo celoso brilla en su único ojo, redondo como el de un cíclope.
Todo el mundo se interesa en Barba Thanassis, le ofrecen bebida, bromean constantemente con él, pero nadie se fija en este bravío cefaloniense que ha corrido medio mundo.
- Es a mí a quien tienes que escuchar y no a él - repite atrapando mi rodilla con su gancho-. He viajado mucho, las he visto de todos los colores, he pasado hambre, he robado, matado, he estado en la cárcel, me he fugado…Es, pues, a mí a quien tienes que escuchar, El es un charlatán que jamás se ha movido de su pueblo. Es un terrateniente, un viñador que tiene hogar y niño. ¡Puah!
Dijo y escupió al suelo como si se tratara de la criatura más repugnante de la naturaleza.
-Puedo tener un ojo de menos -continuó-, pero las personas que no tienen más que un solo ojo ven mejor que las que tienen dos. ¡Y las que no tienen ninguno, lo ven todo! Créeme… ¡De veras! Barba Thanassis, ¡nos rompéis los oídos! ¡Bebe tu vaso!
Cogió el suyo y lo vació de un solo trago.
-Debería darte vergüenza- añadió-. ¿Eres o no un hombre?
Los verdaderos hombres jamás cuentan historias de faldas.
El pobre Barba Thanassis no replicó.
-Los verdaderos hombres cuentan hechos de armas, historias de robos o de muertes, viajes…-continuó el viejo Marketos lanzando chispas por la frente-. Yo, un día en Constantinopla…
-Esa ya la sabemos de memoria -interrumpió Barba Thanassis con un gesto de desesperación.
-Es posible- contestó el otro-, pero el señor no lo sabe.
Y se puso a contar una historia inverosímil: cómo, en el curso de uno de sus viajes de marinero, había caído en manos de los corsarios, fue llevado a Constantinopla, arrastrado a un cementerio, en donde se acababa de enterrar a un bajá, y descendió a la tumba…donde había arrancado una cadena de oro…
Visión sorprendente, rica en detalles, que recordaba las narraciones de Stevenson. La recuerda demasiado mal para explicarla, pero guardo todavía el recuerdo del encanto, del color y de la precisión de su relato, los lugares admirablemente descritos, las murallas de Constantinopla, sus mezquitas, aquella noche oriental, el cadáver verde que ya había empezado a hincharse y de cuyo cuello colgaba la gruesa cadena de oro.
Este don de narrador todavía no lo había encontrado en nadie, excepto en Panait Istrati.
El calor era sofocante, el viejo Marketos seguía hablando, mientras el vino y el humo de las carnes que estaban asando, embalsamaban el aire. Pasa una carreta cargada de sandías. Algunos se precipitan en su dirección en y regresan poco después, cargados de voluminosos frutos. Los cortan y se refrescan.
El viejo mendigo ha dejado de hablar. Con el rostro hundido en media sandía, devora a buenos bocados la pulpa roja con las pepitas.
Una fruta transforma a la gente. Endulza el alma, aligera el cuerpo. Se diría que todo se encadena admirablemente en esta tierra, ya que aparece un simpático músico que se detiene delante de nuestra mesa.
Sus ojos son azules y verdes; sus dedos, largos y delgados. Se sienta y, con lentos ademanes, saca de una talega colorada su santuri, lo coloca sobre sus rodillas y se pone a tocar mientras canta. Melodías llenas de pasión oriental y de eternos deseos, monótonos cantos repetidos sin cesar, lastimeros y que hacen perder la cabeza. Se desfallece, los cimientos del alma se conmueven, el corazón se convierte en una fruta podrida.
Los concurrentes a la fiesta caen bruscamente en desmayo y sus ojos se enternecen. Cada griego, exteriormente vivo y nervioso, oculta a un lánguido oriental.
El tocador de santuri ha terminado. Se seca el sudor del rostro. Después saca de su bolsillo una pequeña taza y empieza a recaudar. Finalmente, se sienta, cruza sus brazos y descansa…
Los tres días que separan Olimpia del templo de Apolo en Bassae se levantan y zumban en mi espíritu como tres plátanos.
Yo estaba arrobado por el verdor, las aguas, los apacibles valles, el perfume de la ajedrea; por las acogedoras montañas, por este eterno paisaje griego inundado de luz, hecho a la talla del hombre. A cada momento, no obstante permanecer inmutable, se transforma. No cansa jamás. Posee a la vez una unidad interna y una variedad que se renueva sin descanso.
¿No es este el mismo ritmo el que gobierna también el arte griego que ama, comprende y expresa este eterno paisaje? Contemplad una escultura de la gran época clásica. No está inmóvil. Un invisible escalofrío de vida la recorre, se mueve imperceptiblemente como el ala del halcón cuando planea en el cielo. Un ojo experimentado descubre que esta escultura acaba un movimiento que dominaba en las obras de la anterior generación, al tiempo que esboza la forma de las obras futuras. La estatua vive, se mueve, perpetúa la tradición y prepara el futuro con una audacia disciplinada.
A los antiguos no les gustaban las evoluciones bruscas. Aceptan piadosamente la tradición y, si la sobrepasan, lo hacen conformándose. Si un creador encuentra una solución técnica, una nueva actitud, una nueva sonrisa, todos acogen este bien como si se tratara de un bien común. Lo utilizaban sin ninguna protesta por parte del inventor y, además, se esforzaban, en la medida de sus posibilidades, en perfeccionarlo, añadiéndole el fruto de su propia inspiración. El arte no era un negocio personal; el artista representaba a su ciudad y a su raza y no tenía otra meta que la de inmortalizar el gran momento vivido por la colectividad. Sus relaciones con el pueblo eran estrechas. No tenían más que una sola ambición: poder expresar los deseos, las esperanzas y las necesidades de la colectividad. Y como esta última era fiel a las tradiciones, así, el artista, al recibir como una herencia familiar el arte del pasado, se esforzaba en perpetuarlo.
Esta alta lección de sumisión y de audacia los artistas de la antigüedad la han sacado ciertamente del paisaje griego que, al tiempo que conserva su unidad, se renueva sin descanso.
Camino bajo los plátanos, atravieso arroyos, separo cañas para pasar… Y de nuevo encuentro una hilera de plátanos que bordean la orilla…Comparo este paisaje alternativo con una música cuyo motivo vuelve siempre. De vez en cuando, un rebaño baja por la pendiente y da la impresión de ver correr un arroyo sobre las piedras. A veces también, entre los robles verdes, aparece, un aire temeroso, un pastor con la piel curtida, semejante a un fauno, con sus orejas separadas y sus carnosos labios. Se tienen deseos de pasar la mano por sus cabellos grasos y calientes para descubrir los dos pequeños cuernos que deben de ocultarse en ellos. Otras veces son campesinos los que cruzan el camino. Entonces el sol deja de brillar y el corazón se encoge, ya que la mayoría de ellos han envejecido antes de la edad y carecen de alegría.
-¿Por qué tienen la piel amarilla?-le pregunté a Nicolás, nuestro guía.
-Tienen las fiebres.
Subimos una cuesta. Las piedras humean al sol. Cojo unas grandes flores violetas que parecen lirios salvajes. Se las enseño a Nicolás.
- ¿Qué nombre dan a éstas flores?
El guía las mira de lado:
-Ia (malvas) - me contesta utilizando con orgullo el antiguo nombre de la flor.
Me tomaba por un extranjero y, habiendo aprendido algunas palabras de griego antiguo en la escuela primaria, me las servía a cada momento.
He aquí las dos plagas de Grecia; las fiebres palúdicas y los “antepasados” de la antigüedad.
Miraba la larga y delgada nuca de Nicolás, que caminaba delante. Iba vestido con ropas destrozadas, pero sus orígenes lo llenaban de orgullo, En un recodo del sendero, se detuvo y levantó el brazo:
- ¡Las columnas!-anunció levantando en alto su esquelético cuello.
Yo acudí impaciente. Sabía que el templo que se encontraba allí, obra de Ictinos, era uno de los más hermosos de toda Grecia y que había sido construido por el célebre arquitecto después del Partenón. En estas montañas se habían refugiado los figalienses, huyendo de la peste, y, para dar gracias a Apolo Epikurios por haberlos preservado, habían levantado este templo. Desde lejos, entre dos colinas, en medio de los árboles, yo distinguía un lado del templo. Las columnas eran de piedra azulada, la soledad completa: ni un pájaro, ni un pastor, ni un arroyo. En el fondo, hacia el sur, cerrando el horizonte, ondulaba, azul pálido, poderoso y sereno, el Taigeto.
A mí me cuesta disfrutar en seguida de los templos antiguos. Al primer encuentro quedo del todo insensible. Hace falta que transcurra cierto tiempo, que invoque intensamente la razón y que mi mirada se familiarice para estar finalmente en disposición de disfrutar de la sencillez y de la sabiduría, de la fuerza y del encanto de un templo antiguo.
Necesité, pues, bastante tiempo para descubrir la profunda correspondencia que existe entre el paisaje y el monumento que tenía ante mí. Poco a poco, a fuerza de ejercicio, el templo se me apareció como un fragmento de la montaña diestramente encajado entre las demás elevaciones, hecho de la misma roca y siguiendo un mismo ritmo. Y solamente después de haber mirado durante tiempo las piedras, me di cuenta de que cortadas y dispuestas de tal forma, expresaban la esencia de todo el desierto montañoso de su alrededor. El templo era como la cabeza del paisaje, el lugar sagrado en donde brillaba su espíritu.
Aquí no sorprende el arte de la antigüedad. Conduce dulcemente, por un sendero humano, sin la menor fatiga, hasta la cumbre.
De la casa del guardián salió una pequeña anciana. Llevaba en la mano dos higos y un racimo de uvas. Eran los primeros frutos maduros de esta alta meseta. Una pequeña anciana delgada, dulce, alegre, que ciertamente habría sido hermosa en su juventud.
- ¿Cómo te llamas?-le pregunté.
-María.
Pero al ver que cogía mi lápiz para apuntar su nombre me detuvo con su mano arrugada:
-Marigitcha- corrigió con una ligera emoción. Como si deseara, ya que se le iba a fijar en escritura, salvar más bien su otro nombre, el nombre cariñoso que despertaba seguramente en su memoria los más dulces momentos de su vida.
-¡Marigitcha! -repitió, temiendo no haber sido entendida-. ¡Marigitcha!
Y yo me sentí feliz de comprobar que, aun en este viejo cuerpo asolado, la femineidad tenía todavía profundas raíces.
- ¿Qué es esto?-le pregunto señalando el templo.
-Ya lo ves hijo mío. ¡Son piedras!
-Entonces, ¿porqué vienen a visitarlas?
La anciana dudó un momento: después bajando la voz, dijo:
¿Eres extranjero?
-No, soy griego.
Entonces, cobrando ánimos, se encogió de hombros:
- ¡Ah, estos idiotas de europeos!-dijo estallando en carcajadas.
No era la primera vez que veía a una anciana guardiana de templo antiguo burlarse así, incrédula, de los monumentos de cuya custodia estaba encargada. Por lo que se refiere a los guardianes de las iglesias, a fuerza de frecuentar los santos se familiarizan con ellos e incluso a veces llegan a desenvolverse de maravillas. Saben, además, que desde que viven junto a ellos, no han realizado un solo milagro. Entonces miran a los ingenuos peregrinos con una mirada burlona.
Una anciana cretense que custodiaba algunas columnas antiguas en ausencia de su marido, me dijo, enseñándome a dos extranjeros que habían venido del otro extremo de la tierra:
-Hasta este momento, hijo mío, yo conocía setenta y siete clases de locuras. ¡Ahora me doy cuenta de que hay setenta y ocho!
La anciana Magiritcha miraba contenta como comía los higos y rebuscaba la uva agraz que me había traído.
- ¿Qué piensas de la situación política?-le pregunté para incomodarla.
- ¡Oh, hijo mío- me contestó con una inesperada altanería-, aquí estamos muy altos, lejos del Bien y del Mal!
“Estamos”, es decir, el templo y yo. Y decía “lejos” con el tono orgulloso que hubiese tomado decir:”Por encima”. Más que la vista del templo, me satisfacía la contestación de la anciana mujer.
Me paseé por debajo de las columnas. Había llovido la antevíspera y el agua, todavía pura, estaba inmóvil en los huecos. Me incliné sobre un charco y miré cómo pasaban veloces nubes blancas…
Subo en el automóvil, impaciente para llegar a Esparta.
Me acuerdo bien de la llanura florida vista en el curso de otros viajes, los viejos mármoles herbosos y, a lo lejos, Mistra, con sus encantadoras iglesias, sus palacios en ruinas y la pesada corona de su castillo. Ya he contemplado esta maravilla, pero sé que el hombre no atraviesa jamás dos veces el mismo río; el mundo se renueva y yo voy a ver otra Esparta. Mejor dicho, no es el mundo sino el hombre el que se renueva y el río que nosotros atravesamos dos veces no es el mismo que corre en nosotros mismos. Quiero saber si mi alma se ha renovado. He aquí porqué tengo prisa en contemplar a Esparta.
Estuve ya en Mistra, en primavera, con una mujer. Los limoneros estaban floridos. Su aroma era tan embriagador que la mujer tuvo que apoyarse sobre una piedra para no desmayarse.
En ese momento, oímos detrás de nosotros una voz fresca de muchacho joven que, inocentemente todavía, pero con una pasión precoz, cantaba a la mujer:
La tierra se come mis pies, el aire mis cabellos
y una morenita devora mi corazón…
Se hubiera dicho, de pronto, que el camino resplandecía, que las piedras se cubrían de flores, se hubiera dicho que la propia Bella Helena se aparecía entre los laureles rosas. Contuvimos nuestra respiración escuchando la voz que se apagaba lentamente.
Me volví hacia mi compañera. Sus ojos estaban empañados.
- ¿Te das cuenta de lo felices que somos?- le dije-. He aquí a dos seres efímeros, un hombre y una mujer, dispuestos a buscar a Helena después de millares de años. El mundo está sembrado de sangre, las pasiones estallan en el infierno de la vida moderna, mientras Helena, inmortal, inmaculada, inmutable, contempla cómo transcurre el tiempo.
Habíamos llegado a la puerta del museo. En el interior, se encuentran dos o tres bajorrelieves que representan a Helena entre sus hermanos, un hermoso caballo y gran número de máscaras cómicas en barro cocido.
No permanecimos en él mucho tiempo, ya que nos dábamos perfecta cuenta de que es fuera, en este pequeño jardín florido, donde se encuentra Helena. La tierra huele bien y sobre los limoneros el rocío brilla con el sol.
Un brusco soplo de viento agita una rama de lilas mojada que me golpea el rostro. Me estremezco como ante el contacto de una mano invisible, y toda la tierra me revela de pronto la imagen de Helena: levantando con una mano sus velos bordados con flores silvestres y con la otra ocultando su boca, la virgen eternamente renovada sigue a un hombre, el más fuerte, y, mientras su pie de níveo tobillo se levanta, aparece su talón cubierto de sangre, como el de la Victoria.
- ¡Qué superioridad sobre la naturaleza la del gran poeta, creador de tipos eternos!-murmura tristemente mi compañera-. Esta Helena, por ejemplo, no debía ser más que una hermosa mujer entre las otras miles que han pisado la tierra y desaparecido. Debieron de raptarla, como frecuentemente en nuestros pueblos se rapta a las chicas guapas. E incluso si este rapto fue la causa de una guerra, todo, la guerra, la mujer y las matanzas se habrían sumido en el olvido si el poeta no hubiera tendido la mano para salvarlas. A él debe Helena su inmortalidad.
- ¿Esto te causa dolor?
-Tengo pena por todas las demás mujeres que han desaparecido sin haber sido advertidas por ojos milagrosos. Tengo pena por todos los demás pueblos que han luchado, deseado, construido ciudades, poblado momentáneamente el desierto y que han sido engullidos, sin tan siquiera dejar tras ellos un pedazo de piedra, un dibujo grabado sobre una piel o un pedazo de bronce, un jarrón pintado, un verso…Si hubieran dejado vestigios, todos estos pueblos desgraciados vivirían todavía en nosotros mismos y continuarían en nuestro corazón su lucha y sus aspiraciones. He aquí por qué yo no amo a Helena. Ha tenido demasiada suerte.
-Yo creo que nada se pierde- le digo a mi melancólica compañera-, y no tienes que envidiar a Helena. Ella ha entrado en nuestra sangre. Todos los hombres y todas las mujeres la han recibido en comunión y resplandecen todavía con su brillo. Helena ha compartido generosamente su suerte entre todas las mujeres y, como un inmenso grito, ha atravesado los siglos despertando en el fondo de cada hombre el deseo de la belleza. Y después, cada hombre otorga la belleza de Helena a la mujer amada, aunque sea la más insignificante. Si Helena no viviera en nuestra imaginación, la chica que va a la fuente, por ejemplo, no tendría tanta importancia. Y yo, querida compañera, no te miraría en este momento con tanta turbación. Gracias a Helena, el deseo se ha ennoblecido y la nostalgia de un abrazo perdido calma a la bestia existente en nosotros. Basta con que Helena arroje una hierba mágica en nuestra copa para que todo pesar sea olvidado. Basta con que toque a los niños feos para que éstos se embellezcan. Monta sobre el buco de la thimele . mueve su pie con la sandalia desatada y toda la tierra se convierte en un inmenso viñedo. El anciano poeta Stesícoro, por haber hablado de ella con irreverencia, se quedó ciego. Arrepentido, cogió su lira y, en el curso de una fiesta, temblando, cantó ante los griegos su celebre palinodia:
Lo que ti he dicho no es verdad, ¡oh Helena!
No, tú no subiste a bordo de las rápidas naves
Y jamás alcanzaste las murallas de Troya.
“Y lloró mientras levantaba los brazos, pero al mismo tiempo que las lágrimas, la luz subió a sus ojos. Helena había obrado su milagro.
“Los griegos organizaron importantes juegos a los que dieron el nombre de helenias. Se podría comparar la tierra a una palestra y Helena a la inaccesible y sin duda inexistente apuesta del combate. Pues no olvides, querida mía, que una tradición apócrifa fue transmitida a los mystes, según la cual la verdadera Helena no se encontraba en Troya durante el largo asedio de los aqueos. En la ciudad no había más que un ídolo. La verdadera había huido a Egipto y estaba en un templo sagrado, lejos de los pecados de los hombres.
- ¡Lo que dices me ha trastornado- exclama mi compañera! Ya que no es imposible que nosotros también luchemos por el ídolo de Helena. Se pretende que en el Hades, las sombras se reaniman bebiendo sangre. ¿No podría un día la sombra de Helena, que ha bebido tanta sangre, volver a la vida? ¿No puede un día el ídolo encontrar de nuevo su cara para que finalmente podamos estrechar un verdadero cuerpo?
Experimento una secreta alegría al escuchar estas amargas y terribles preguntas y pienso:
“¡Qué maravilloso receptor es el cuerpo de la mujer! Es capaz de hacer totalmente suya la angustia del hombre. El cerco místico que rodea a los dos cuerpos- el cuerpo del hombre y el de la mujer- se cierra con una irresistible dulzura y se diría entonces que el espíritu se hace carne y, como un varón, penetra el cuerpo de la mujer que, con sumisión, se abre tranquilamente, desesperadamente, alegremente para recibirlo.”
- ¿Por que no hablas?-pregunto.
-El alma puede tener vergüenza, exactamente como el cuerpo- murmura ella enrojeciendo, como si adivinara mis pensamientos.
Subimos una pequeña colina cerca de Esparta y, abarcando con una última mirada el olivar, el Eurotas y el Taigeto, experimentamos un encogimiento del corazón. De pronto, mi compañera estalla en sollozos, pero como yo la miro, cesa de llorar y se echa a reír. Las lágrimas brillan todavía sobre sus pestañas. Está pálida. Una tupida red de venas se dibuja en sien. Parece haber adelgazado como si una fuerza invisible hubiese consumido su rostro.
Ahora han transcurrido más de treinta años y ella sigue siendo mi compañera en esta tierra…
La llanura de Esparta ¿es sensual y tierna- sus laureles rosas y sus limoneros tienen un perfume embriagador-, o bien todo su encanto se desprende del cuerpo mil veces amado de Helena?
Sin duda, el Eurotas no tendría hoy esta seducción corruptora si no alcanzara, como un “afluente” de Helena, el mito inmortal. Tierra, mares, ríos de grandes y queridos nombres, se unen y se arrojan, inseparables en lo sucesivo en nuestro corazón. Ya que por donde ha pasado la criatura que ha inspirado a un gran poeta- Helena, Prometeo, Desdémona-, la orilla florece eternamente, la piedra grita eternamente, el sauce se inclina y se baña eternamente en el río.
Cuando seguís las humildes orillas del Eurotas, os parece que vuestras manos, vuestros cabellos, vuestros pensamientos se impregnan del perfume de una mujer imaginaria, pero mucho más real, más tangible que la mujer que amáis y tocáis.
Es el atardecer. Me paseo a lo largo del Eurotas, cansado pero feliz. No quiero levantar los ojos, por saber que si mi mirada se encontraba con el Taigeto, toda mi alegría me abandonaría. Este primer atardecer quería pasarlo solo con el lejano e inmortal perfume de Helena. Desde luego, yo no había venido por ella, pero siempre es un deber para el hombre olvidar por un momento su meta, por importante que ésta sea, a causa de Helena. Puede ser- ¿quién sabe?- que este momento de infidelidad sea el más seguro de los botines en esta tierra, Jamás carne alguna ha permanecido tan firme, tan dulce como esta sombra creada por Homero. Jamás carne alguna ha permanecido tan fecunda.
Cuando los griegos, como dice la leyenda, fueron a saludar al sabio nacido en el Ganges y a preguntarle el remedio que curaría a su patria, sumida en la anarquía, los severos ascetas de Buda los acogieron con alegría y uno de ellos dijo:
El asceta: “Así son los griegos, eternos hijos de la imaginación, peces aturdidos que, agitándose en la red del pescador, creen nadar libremente en el mar inmenso. Su historia no es más que un sueño constituido por mar azul, campos pobres, barcos y caballos. Con estos elementos inexistentes, representan, trabajan y crean en su sueño guerras, dioses, leyes e ideas.
“¡Desgraciados! Durante años luchasteis en Troya por Helena y jamás os disteis cuenta de que luchabais solamente por su sombra.
“Armasteis navíos y os pusisteis en camino con jefes, profetas y caballos. Viajasteis durante vuestro sueño. Divisasteis una ciudadela, estabais inflamados y gritasteis:¡He aquí Troya!”
“Y como distinguisteis algunos puntos negros que se movían sobre las murallas de las ciudadela, gritasteis:” ¡He aquí nuestros enemigos!”
“ Y vuestras sombras se mezclaron en el suelo, después se separaron y, nuevamente, se mezclaron durante diez años!
“Y todo esto, desgraciados, no era más que un juego de luz y sombra. Helena, por la que derramasteis vuestra sangre, vivía, intacta, invisible, muy lejos, en un templo a la orilla del Nilo. Y no era más que su ídolo lo que sitiaba en Troya.
“Era Mara, el Espíritu del Mal, el que había creado la ciudadela y los navíos y la generosidad, y la cólera de Aquiles, y vuestros corazones que gritaban venganza y pillaje. O, como vosotros os jactáis: venganza y libertad”.
Y entonces, me imagino que el primero de los dos griegos contestó más o menos esto:
Primer griego:” ¡Si Helena no fue más que una sombra, bendita sea esa sombra! Porque al luchar por ella, hemos ensanchado nuestro espíritu y fortalecido nuestro cuerpo. Al regreso a nuestro país, nuestro corazón estaba lleno de aventuras y de valor; nuestros barcos estaban repletos de copas de bronce, de telas bordadas y de mujeres de Oriente.
“Durante diez años, hemos dado nuestra sangre a esta sombra, para que bebiendo en abundancia de ella, recuperara fuerzas y volviera de Egipto, para que la carne humana se coagulara de nuevo, sagrada y caliente, alrededor de ella.”
“Y después de diez años de súplicas y de lucha, ella vino.
“Y cuando Menelao, llevándolo en brazos, salió del palacio en llamas, pasó por encima del cadáver de Príamo, franqueó el umbral de Troya, pisó los guijarros de la orilla, penetró en el agua hasta la cintura y depositó a Helena en su nave, los griegos quedaron deslumbrados por la belleza de esta mujer incomparable.”
“Estos diez años resplandecieron en sus espíritus como un solo momento y todas las montañas de Grecia fueron iluminadas, súbitamente inundadas, se dijo, por un sol que anunciaba la gran nueva.”
“Los siglos han pasado, pero Helena, inmortal, vive en las canciones, tiene su sitio a la mesa de los señores y en las reuniones de los pueblos. Por la noche, sube a las camas de los recién casados -pues es ella la verdadera, la eterna desposada- y todas las mujeres de Grecia se asemejan a ella.
“¡Es la novia de los griegos!”
Después, el segundo griego debió de hablar al asiático de la siguiente forma:
Segundo griego: “¡Los dioses sean loados! Antes de que esto conmoviera nuestro canto, Helena no era más que una sombra entre las demás mujeres, Sin ninguna esperanza de inmortalidad en esta tierra. Se paseaba por el cañaveral del Eurotas, se sentaba delante del bastidor, daba órdenes a las criadas, subía y bajaba los peldaños del palacio, igual que una sombra. Habría muerto como todas las demás mujeres y no habría quedado nada de ella.
“Pero de pronto pasó el poeta y su canto, levantándose como el mar, se la llevó.”
“He aquí como nosotros damos cuerpos a las sombras. He aquí como nos hacemos más fuertes que la vanidad de la vida.
“Toda la tierra, ascetas, se me aparece como una Helena, sumergida en las lágrimas y en los juegos, humeante al salir de su baño, inclinada, sigue a un hombre, el más fuerte y, mientras levanta su pie, su pequeño talón brilla, cubierto de sangre, como el de la Victoria.”
“Toda la vida, ascetas, es una sombra y solamente el hombre fuerte, por el combate y por la sangre, puede hacerla su esposa y fecundarla.”
Y el monje budista debió de contestar mientras sonreía irónicamente:
El asceta: “Por el combate y por la sangre, caéis todavía más irremediablemente en la trampa del Maligno. La verdadera Helena, sabedlo bien, no es más que una sombra en la gran frente de lo Inexistente.
“¡Oh vanos sueños de un espíritu ebrio y extraviado! ¿Hasta cuándo os enredaréis en pequeñas cuitas y os contentaréis con fáciles alegrías? ¿Hasta cuándo os retorceréis como escorpiones entre las pinzas de amor y de muerte de la tierra, el gran Escorpión?
“Levantaos, expulsad a la pesadilla de la vida, despertaos, desarraigad el deseo, arrancad los corazones, gritad: “ ¡No quiero más!” Venid, os confundiréis con la tierra, con la buena lluvia, con el viento sagrado. Os extenderéis al pie de los árboles, entraréis de nuevo en el seno de la tierra. Regresaréis a vuestra patria”.
Y el primer representante de Grecia debió de contestar:
El primer griego: “Oigo a toda la tierra, montañas, ríos, árboles, animales, que me grita: “¡Dame un rostro, pues no quiero desaparecer! Mírame: ¡quiero vivir!”
“Cuando estoy sobre la montaña y miro las ruinas desde lejos, oigo un gran clamor que se levanta por encima de los mármoles como si en sus entrañas de piedra se encontraran dioses y hombres extendiendo sus brazos en súplica para que yo los libertara.
“Vosotros, los ascetas, os cruzáis de brazos y, ociosos, pensáis…” ¡Helena no existe, Helena no existe! Pero nosotros, los griegos, advertimos profundamente que Helena significa: luchar por Helena.
¿Quién fue el antiguo que dijo:”Llegará un día en que se buscarán las huellas de Esparta sin encontrarlas”? Así, cruelmente, el espíritu se venga. Si uno no escribe un hermoso verso, si uno no esculpe en el mármol, si uno no expresa en una forma perfecta una idea- no importa cuál, basta con que su forma sea perfecta-, está perdido, tanto si se trata de un individuo o de un pueblo.
De esta suerte hablaba un viejo poeta con quien aquel día, buscaba las ruinas de Esparta. Nacido en la gruesa y fecunda Normanda, la de las melancólicas nieblas y de los manzanos doblados bajo el peso de sus frutos, toda su vida había deseado la luz de Grecia y la sombra de los olivos. Ahora su perilla gris olía a ajedrea griega, como la de los machos cabríos. Miraba el Eurotas, los plátanos, la tierra seca y se alegraba de no ver las ruinas de la austera Esparta.
- ¡Nada! ¡Absolutamente nada!-exclama triunfante-. ¡No queda nada! Esto está bien.
-Queda Helena.
-No pertenece a ellos. Era una hermosa mujer como ha habido muchas. Habría regresado a la tierra como todas los demás. Pero el poeta se adueñó de ella, la puso en sus versos y ahora, inmortalizada, navega en la memoria de la raza blanca.
Me callé. Voces antiguas aprobaban en mí al viejo normando. Otras, más jóvenes, silbaban rencorosamente en mi corazón.
Separé las hierbas, trepé sobre un peñasco y me puse a gritar despechado:
- ¡Aquí está el templo de Artemisa!
Pobres e insignificantes ruinas de un templo antiguo, anfiteatro en el cual se asistía a la “prueba de la resistencia”, en el transcurso de la cual los atletas, desnudos, golpeados con una vara a los pies de una estatua de madera salpicada de sangre, tenían que rivalizar en valor pues pertenecería al que soportara más valientemente el dolor,
-Todos los hermosos efebos han muerto- dijo el viejo poeta mirando con decepción las piedras sin escultura y han regresado a la tierra. Si por lo menos se hubiese representado a uno de ellos, todos los cuerpos que brillaban alrededor de este altar habrían sido salvados.
Me callé. También yo había bebido el filtro mágico del arte. La vida, la felicidad, la gloria, los esfuerzos del hombre pasan sobre la tierra igual que sombras y desaparecen. Solamente el sello de la belleza permanece eternamente grabado sobre la materia.
Sin embargo, en nuestra época, el sufrimiento humano es bastante mayor. La injusticia, la angustia, la absurdidad,traspasan los límites de la resistencia del más insensible de los seres humanos. Durante todos estos últimos años, el eje de la tierra se ha desplazado. El eje de la tierra y también el eje del corazón del hombre. Y en los más sensibles también han cambiado los centros de interés. Cada época sólo puede conocer profundamente aquello de lo cual tiene más necesidad. Entre todas las ideas y obras de los tiempos pasados, selecciona únicamente aquellas que pueden conocer, asimilar y transformar en acción.
Es demasiado tarde, para que mi compañero, enamorado de lo bello, modifique su corazón. Todas las virtudes que, antes de la guerra, se situaban en primer plano, en la vanguardia, han pasado ahora de moda, están fuera de uso y se consideran como obstáculos de la vida cuyo eje se ha desplazado. Veloz llegará el día-ya está ahí- en donde ya no gustaremos la gracia, la nobleza, la dulzura de la belleza, ni el encanto de la paz. Siglo de hierro. Y Esparta que está ahí, y el Taigeto, y el frontón de Olimpia en donde chocaron los lapitas y los centauros, nos dictarán entonces el más alto y el más fecundo de los mandamientos. Ya que recetarán fielmente el salvajismo, la precipitación y la codicia de este tiempo.
Dejemos Esparta. El sol está a punto de ponerse, los olivos chorrean luz y algunas nubes cargadas de oro velan el occidente. A derecha e izquierda de nuestro camino, se alinean chumberas y pitas. Nos cruzamos con una muchacha. Tiene las cejas negras y bien arqueadas, amplias caderas y lleva en el hombro una cesta llena de uva.
En un terreno llano, unos diez jóvenes juegan al fútbol. Sus frentes son estrechas; sus cabellos, negros y rizados; sus piernas, cortas y peludas. Acalorados por el juego, huelen a macho cabrío.
-Ninguna nobleza- murmura el poeta- ninguna gracia. Son unos bárbaros.
Nos detenemos un momento para seguir su juego violento. Mi amigo mira con disgusto y yo me esfuerzo en encontrar un sentido a esta violencia.
-¡Vámonos!-dice mi compañero-. Estamos perdiendo el tiempo. Mire aquella nube más abajo. ¿Verdad que parece un cisne? ¡Fíjese, ahora, su pico se pone colorado!
-Hoy en día- digo yo siguiendo mi pensamiento -la belleza es una especie de opio. Creamos, por cobardía, paraísos artificiales, para no ver la dureza de la vida que nos rodea,
para no oír la voz del deber de nuestra época. Porque cada época tiene su propio deber y en función de este último se define cada vez la más alta virtud. Antiguamente, el supremo deber del hombre era el de crear y sentir la Belleza.
Más tarde, el deber más alto era la Santidad y se consideraba que el hombre superior era aquel que, despreciando los bienes de este mundo, se ponía en camino para el gran desierto azul: el cielo.
“Hoy en día, el supremo deber es la bravura. Es necesario estar armado hasta los dientes y estar siempre preparado. Es necesario maltratar el cuerpo, no por desprecio sino porque es el arma más importante y tiene que estar preparado para duras pruebas. Vivimos un nuevo período espartano de la tierra. La bravura, la sobriedad, la disciplina, la concepción austera de la vida, son las grandes virtudes de nuestro tiempo. En nuestros días, el cobarde, el indisciplinado, el sensible es nuestro hombre perdido. También aquel que por ejemplo, viene a Esparta, y busca estatuas y encantadores motivos sobre las piedras. Levante la cabeza y mire el Taigeto. El es nuestro actual monte Sinaí. Sobre sus rocas se hallan grabados los nuevos mandamientos de nuestro tiempo:
“Hiere, no ahorres tu vida, no ahorres la vida de tu enemigo. No has nacido para ser feliz. Para ti no hay más que un solo dios: ¡yo, la Guerra!”
Entramos en las anchas calles de Esparta. Los cafés están atestados. Los jóvenes juegan a las damas. Afuera, las muchachas se pasean.
Y el Taigeto se levanta encima de las cabezas como una espada. No conozco ninguna otra montaña en el mundo cuyo significado sea más claro. Cuando miráis al Taigeto, vuestro pecho se ensancha, todos vuestros pequeños cálculos desaparecen, vuestra vida pasada os parece pequeña e insignificante, y os asalta el deseo de partir para un difícil y peligroso viaje. Y al pie de la montaña: cafés, rostros amarillos por las fiebres, jóvenes ocupados en jugar a las damas, cantos lastimeros que llenan de languidez.
Miro allá abajo las laderas del Taigeto, intentando descubrir, en la sombra del crepúsculo, la cima en la cual se arrojaba a los recién nacidos deformes, la Céade. Una cima igual tendría que abrirse en el corazón de cada hombre y en los alrededores de cada ciudad. Pero nuestra educación cristiana, nuestro humanitarismo, nuestra sensiblería, nuestra voluntad de salvar a los inútiles, son hasta el momento obstáculos para semejante selección. Pero ¿hasta cuándo? Ya se esteriliza a los locos, a los impotentes, a los enfermos. Las razas se purifican. Movidas por un seguro instinto que las lleva a asegurar su supervivencia, se preparan. No todas, sin embargo. Solamente aquellas que han comprendido el sentido de nuestra época.
Ningún lugar en la tierra responde tan bien al espíritu de nuestra época como este valle en donde, hace milenios, una raza emprendió la tarea de crear un nuevo tipo de hombres. De todas las metas que nos podemos fijar en la vida, los espartanos habían elegido la más difícil de alcanzar.
El hombre era entonces un animal hecho para la carrera. Esbelto, despierto, endurecido; su fuerza estaba acumulada en él como en un muelle y tenía que estar siempre preparado para dispararse. Desde el momento de la concepción- y aún antes- y hasta la muerte, esta meta colmaba despiadadamente la vida de los espartanos. No estaba permitido ni un momento de ternura o de dulzura. También Afrodita estaba armada y la voluptuosidad era una difícil hazaña. El amor era el resultado del combate y de la victoria; un niño era una piedra angular en las murallas vivientes de la patria. Los efebos se desnudaban y sacrificaban perros a Ares Enyalios, dios de la guerra, al cual le habían atado los pies para impedirles que abandonara Esparta. Mataban a los ilotas sin razón, para adiestrarse. Bailaban, cantaban, hacían música, pero en la justa medida para las necesidades de la guerra. El individuo no existía, la alegría individual tampoco y tampoco la libertad. La vida era una caza salvaje. El mundo se dividía en dos: caza y cazadores, víctimas y sacrificadores.
Una necesidad semejante aparece con un ritmo regular sobre la tierra. Ciertamente, la vida es también otra cosa. Es alegría, descanso, canciones, belleza y sonrisa. También es bondad. Pero en determinados momentos de la historia se convierte en una enorme partida de caza salvaje. Y precisamente hemos entrado en uno de esos momentos. Algunas razas lo han comprendido y obran en consecuencia; algunos hombres lo han comprendido y gritan al igual que centinelas:” ¡A las armas!”
Como si hubiese adivinado los pensamientos que en mí despertaba la visión del Taigeto, mi viejo compañero me dijo con cierto temor en la voz:
-Si la suerte que nos espera es la guerra, hagamos lo posible para trasladarla únicamente a un plano intelectual. Que los hombres dejen de matarse entre ellos, que cese la bestialidad de la guerra. He vivido varios años en las trincheras, y mis ojos y mis manos, mis sueños están todavía llenos de sangre. ¿Por qué dejar que la bestia predomine en nosotros?
-Todos los vegetarianos -le contesté- todos los pacifistas y demás sentimentales, levantan los brazos y gritan: “¡Paz! ¡Paz!”. Pero la vida sigue sus propias leyes oscuras que se muestran inferiores a la virtud del hombre. Trágica es la guerra, trágicas son la vida, el amor y el alma humana. Vivimos en la angustia, el pecado y la incertidumbre. Nos esforzamos en coger lo que podemos de estos elementos para transmutarlos en espíritu.
“La guerra engendra angustias espantosas, entusiasmos y reconciliaciones inesperadas. Pensad, pues, en la condensación de fuerzas que se debe de realizar en el seno de una raza cuando ésta se prepara para atacar. Pensad, pues, qué formidable movilización y qué disciplina son necesarias en este momento. ¡Y después qué explosión! ¿No ocurre lo mismo con las plantas y los animales? Durante todo el año obtienen vigor del agua, del aire, de la tierra y del sol. Acumulan, atesoran fuerzas. Y cuando llega la hora del amor gastan de golpe, en este momento pródigo, todas las riquezas acumuladas para su reproducción.
“La guerra es un inmenso momento de amor. No se trata ya de dos seres que se unen con la finalidad de concebir a un niño, sino de dos grandes ejércitos que se encuentran, en medio de clamores, en una unión sangrante. Uno de ellos, el que aporta el nuevo semen, es siempre el hombre; el otro, aquel que, sumiso, lo recibe llorando y lo fecunda con su sangre, es siempre la mujer.
“La guerra es el indisputado soberano de nuestro tiempo”. Cumplamos, pues, bravamente con nuestro deber de soldado.”
Tenía esta conversación con el viejo poeta, que bebía lentamente su café y que por primera vez comía un loucom. La golosina se le pegaba a los dientes, estaba sofocado y había vertido el azúcar hasta su barba.
- ¿Cómo se come el loucom?-me pregunta, tosiendo.
-Se moja primero en el agua- dije mirándolo sin compasión y con una malevolencia de la que no me habría creído capaz.
Chipre es la verdadera patria de Venus. Jamás he visto un país tan lleno de femineidad y jamás he respirado un aire tan cargado de dulces y dañosas sugestiones. Una débil lasitud se apodera de vosotros cuando llegáis, una especie de somnolencia, de languidez. Y cuando el sol se pone, cuando empieza a soplar una ligera brisa, cuando los pequeños caiques de ponen a bailar sobre el agua, cuando los niños,
con las manos llenas de jazmín, invaden el muelle, vuestro corazón se abandona y se ofrece como la diosa de la Vida Universal.
Hace apenas unos días, paseándome por las montañas de Judea, oí este grito inexorable que subía de la tierra:” ¡ Que la mano sea cortada para continuar glorificando al Señor”! ¡Qué la pierna sea cortada para bailar eternamente!” Bajo el ardor del sol, el desierto vibraba y las cimas de las montañas humeaban; se notaba la presencia de un dios cruel, sin agua, sin corazón, sin mujer, y el espíritu zozobraba.
Ahora, sentada en medio del mar como una sirena, Chipre dulcificaba con su canto mi espíritu asustado por la visión de las montañas de Judea. Franqueando en una sola noche el estrecho mar, había pasado sin trancisión desde el campo de Jehová hasta el lecho de Venus...Yendo de Famagusta a Lárnaca y de Lárnaca a Limasol, me acercaba al lugar sagrado del mar, cerca de Pafos, en donde nació de la espuma esta máscara femenina del misterio.
A medida que me aproximaba, percibía en mí dos corrientes contrarias. Una me empujaba hacia la pendiente que conduce al placer; era una corriente natural. Una piedra lanzada al aire, obligada a quebrantar su voluntad, vuelve a caer alegre. Del mismo modo, un pensamiento lanzado, incapaz de subir, cansado en seguida, vuelve a caer a la tierra.
La otra corriente era contra natura. Un absurdo increíble: negación de la ley de la gravedad, negación del sueño.
¿Cuál de las dos corrientes debía de seguir y, diciéndome:”Esta es mi voluntad”, establecer la jerarquía de las virtudes y de los actos?
Estos pensamientos ocupaban mi espíritu la mañana de mi salida de Limasol a Pafos.
Mediodía. El paisaje es áspero e insignificante. Algarrobos, bajas montañas, tierra roja… De vez en cuando un granado florido se ilumina en medio de la blancura, otras veces dos o tres olivos que agitan tranquilamente sus ramas haciendo menos duro el paisaje.
Atravesamos el cauce seco de un río bordeado de laureles rosas. Un mochuelo posado sobre un puente de piedra, permanece inmóvil, cegado por la claridad. Poco a poco, la naturaleza se hace más dulce. Llegamos a un pueblo rodeado de huertos. Los albaricoques brillan dorados; los nísperos, en racimos, brillan entre el espeso follaje. Las mujeres, gordas, toscamente vestidas, se asoman a los umbrales. Los hombres juegan a las cartas en los cafés. Una muchacha lleva sobre su hombro un gran cántaro decorado con dibujos primitivos. Asustada por mi presencia se aleja y, parándose sobre una piedra, me mira. Pero como le sonrío, adquiere confianza y su rostro se ilumina.
Pregunto a la muchacha:
- ¿Cómo te llamas?- convencido de que contestará:”Afrodita”.
Pero dice:
-María.
-¿Está todavía muy lejos Pafos?
No me entiende y se sonroja.
- ¿Quieres decir Kuklia, hijo mío?-interviene una anciana-. ¿Allí donde está el palacio de Nuestra Señora de los laureles rosas? No, no está muy lejos. Mira: allá abajo. En seguida, detrás de los algarrobos.
- ¿Por qué se le llama Kuklia?-pregunto.
- ¿Es que no lo sabes? Allí es donde se encuentran las muñecas ( Kukla, en griego, significa muñeca), unas pequeñas estatuas de barro cocido. Si cavas un poco, también encontrarás. ¿Por casualidad eres un lord?
-¿Y para qué sirven esas muñecas?
-No lo sé hijo mío. Unos dicen que son dioses, otros que son diablos… ¿A quién creer?
El automóvil arranca de nuevo. El chofer tiene prisa.
Abandonamos el pueblo y el mar se extiende a nuestra izquierda, inmenso, de un azul oscuro, lleno de espuma. De repente, al volver la cabeza hacia el otro lado, descubro en la cumbre de una colina las ruinas de un curioso castillo lleno de innumerables ventanas. Adivino que se trata de la catedral de Afrodita. Al contemplar las líneas de montañas circundantes, el mar, la pequeña llanura donde acampaban los peregrinos, intento aislar este divino marco de la diosa amada para encontrar de nuevo la primera visión. Pero, como ocurre con frecuencia, mi corazón permanece indiferente, ya que desdeña estos juegos vanos de la imaginación.
El chofer se para ante una taberna y llama:
- ¡Señora Kalíopi!
La tabernera aparece en el umbral. Alta, fuerte, de unos treinta años aproximadamente, adiposa y picarona, esta seductora Afrodita campesina, llena todo el marco de la puerta. Al verla, el chofer suspira, se atusa su negro bigote y dirigiéndose a ella le dice:
-Acércate. No tengas miedo.
La mujer cloquea con coquetería y da algunos pasos hacia delante. Aguzo el oído, curioso por escuchar la conversación.
El hombre dice:
-Prepárame para mañana dos okes de loucoms… ¡de los buenos!
El rostro de la mujer adquiere de nuevo seriedad.
-Veintiocho piastras y no menos - contesta.
- ¡Dieciocho!
- ¡Veinticuatro!
El hombre la mira y con un tono resignado dice:
- ¡Está bien! Digamos veinticuatro para complacerte.
El trato se ha cerrado. Un indecible dulzor se extiende sobre el paisaje. Este corto e insignificante diálogo es suficiente para inundar mi corazón de alegría. Ni el gran templo, ni el célebre paisaje, ni los recuerdos que con ellos se relacionan habían conseguido conmoverme lo que este corto instante humano que para mí resucita a Afrodita.
Invadido por esta alegría, subo lentamente la colina sagrada. Por el camino encuentro ajedrea, asfódelos, ababoles, todos estos familiares encuentros de las montañas griegas. Más lejos diviso a un pastor, su rebaño, sus perros y un borriquillo que da saltos, asombrado todavía de descubrir el mundo.
El sol se ha puesto, las sombras se alargan y cubren la tierra, la estrella de la noche brilla en el cielo. Penetro en las ruinas abandonadas, sin experimentar la menor emoción. Me siento sobre una piedra, vacío de pensamientos, y no hago esfuerzo alguno para excitar mi imaginación. Me encuentro vagamente cansado, vagamente alegre, estoy a gusto, sentado sobre esta piedra. Poco después me pongo a contemplar los insectos que se dan caza en el aire o en la hierba. Y de pronto un miedo misterioso se apodera de mí. Al principio no puedo adivinar la causa, pero pronto la descubro con espanto.
Hace ya mucho tiempo, cuando todavía era un adolescente, un día, al mediodía, vi en el cauce de un río seco, entre las piedras, dos insectos verdes y graciosos que se acoplan. Se trata de dos mantis religiosas. Me aproximé sin hacer ruido, conteniendo mi respiración, pero bruscamente la sorpresa hizo que me detuviese. El macho, débil y minúsculo, se esforzaba en acabar su sagrada misión. Cuál no fue mi terror cuando me di cuenta de que no tenía cabeza y que la hembra estaba tranquilamente a punto de comérsela. En seguida vi cómo se volvía y cómo arrancaba el cuello y después el pecho del macho mientras que éste, aferrado a ella, continuaba su acto…
Esta escena volvía ahora a mi imaginación.
Ya es de noche. Un anciano que me había visto desde la colina de enfrente, se había acercado hasta detenerse detrás de mí sin atreverse a aproximarse. Cuando me levanto para marcharme, me interpela:
-Señor- dice-, te he traído una antigüedad. ¿La compras?
Me pone en la mano un pequeño objeto que en la sombra no logro distinguir. El viejo enciende una cerilla. Entonces, distingo una pequeña piedra carmesí sobre la que está grabada una cabeza de mujer tocada con un casco. Al dar vueltas al objeto en todos los sentidos, observo que de la cimera del casco se halla representada una cabeza de guerrera al revés. Pienso en el dios Ares. Afrodita lleva al hombre como adorno sobre su cabeza…Este detalle me causa desasosiego. Inconscientemente, devuelvo la piedra.
-No. No me gusta.
Pasé la noche en un hotel muy cerca de allí. Hacia el alba tuve un sueño. Tenía cogida una rosa negra y mientras la contemplaba, la flor, lentamente, vorazmente, me roía la mano.
Todos los grandes pueblos que han tenido una misión histórica han poseído su propio grito: los hebreos llamaban a Dios, los hindúes buscaban más allá del mundo visible para descubrir su esencia, los chinos se esforzaban en poner orden en la vida terrestre y los egipcios, desde el fondo de sus tumbas, reclamaban la inmortalidad. Por lo que respecta a los griegos, por haber fijado sus miradas sobre este mundo, asumieron una gran y difícil misión: cambiar la anarquía y la esclavitud en libertad.
Muchos son los que deslumbrados por los templos y las estatuas, la mitología, la filosofía y el arte griegos, afirman que la secreta misión de esta civilización fue la Belleza; que Grecia ha tenido la tarea de convertir los gritos inarticulados de Oriente en palabras comprensibles; de transformar a los ídolos deformes de Asia en armoniosas estatuas, de transubstanciar la fértil Astarté en Afrodita.
Sin embargo, si queremos llevar más lejos nuestro examen, nos damos cuenta de que el sentido secreto del destino griego fue constantemente la transmutación de la esclavitud en libertad. En efecto, a través de todos los sucesos de la historia griega, aparentemente contradictorios, se descubre una armonía interna, un elemento estable e inmutable que ha constituido la esencia de esta raza: es la lucha por la libertad.
Esta lucha fue el verdadero milagro griego. Recordad los lejanos tiempos en que empezó la historia humana e imaginad el estado de las poblaciones prehelénicas: entre Oriente y Occidente, en la encrucijada geográfica más sagrada de la historia, se encuentra Grecia. Un pequeño país estéril, pobre, despedazado por el mar y habitado por algunos labradores y algunos pescadores. Hacia el sudeste se extienden los terribles imperios totalitarios de Egipto, de Asiria y de Persia. Hacia el nordeste viven razas salvajes que pueblan densos bosques o inmensas llanuras y que se alimentaban de carne cruda, de bellotas y de raíces.
Dos enormes rebaños humanos: en el primero, los hombres son esclavos, sin haber todavía concebido la noción de la dignidad humana; en el segundo, viven dentro de una completa anarquía, sin la menor huella de organización, persiguiéndose y matándose entre sí.
El hombre no había alcanzado todavía el noble y difícil equilibrio entre la esclavitud y la anarquía. Vivía como una temible fiera: encadenado o desenfrenado.
En este momento crítico aparece el Homo Hellenicus. Y por primera vez, el espíritu puede distinguir claramente el camino que tiene que seguir la humanidad. Ni a la derecha, hacia el precipicio de la esclavitud, ni a la izquierda, hacia el de anarquía. El griego es el primero que traza un estrecho sendero entre ambos precipicios: el sendero de la libertad. Y es también el primero en este planeta que adquiere conocimiento de sus derechos y de sus deberes. Los derechos que acaba de adquirir no se le suben a la cabeza y sus nuevas obligaciones no le abruman.
Al conservar los elementos positivos del individualismo primitivo y al aceptar los de la sumisión disciplinada, realiza este milagro humano que se llama Libertad.
El griego es igualmente el primer hombre que tiene conciencia de la dignidad humana. Se opone a los tiranos - del interior y del exterior y se atreve a decir: “¡No!” a las fuerzas bárbaras, considerablemente superiores a las suyas.
Al trazar el sendero de la libertad, la raza griega realiza para todos los siglos futuros la redención del hombre. Su combate es duro: cada parcela de su tierra está regada de sudor y de sangre.
Desde la llanura de Maratón hasta las murallas de Missolonghi y desde Missolonghi hasta las legendarias montañas del Epiro del Norte y desde aquí hasta la isla mártir de Chipre, se puede seguir, paso a paso, siglo tras siglo, la marcha de la libertad sobre el suelo griego.
Y así mismo en los tiempos presentes, en medio de la desvergüenza contemporánea, Grecia, altiva, pobre, vestida de pingajos, cubierta con su propia sangre, la sangre de las heridas que le abrieron sus amigos, se pone en pie, llevando sobre sus cabellos, como la Libertad, una corona trenzada con algunas hierbas que todavía quedan sobre su tierra asolada ((esta ultima frase es una alusión a un célebre verso del poeta nacional de Grecia, Dionisios Solomos).
De esta forma se pasea hoy, de montaña en montaña, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad sobre la isla heroica de Chipre, la Libertad. De esta forma, además, y desde hace siglos, magullada sin cesar, pero inmortal, se pasea en la historia griega. Y Grecia, caminando hacia delante, arriesgando su vida, le abre el camino.
Heroico alumbramiento que un destino cruel obliga a continuar en una interminable ascensión. Privada de sueño, hambrienta, perseguida por sus enemigos y por sus aliados, Grecia, llevando su cruz, sigue trepando por la colina del martirio, que es también la de una resurrección eternamente renovada.
1937.
Nikos Kazantzakis, un pensador de nuestro tiempo: Conferencia de George Stassinakis, Presidente de la "Société internationale des amis de Nikos Kazantzakis"
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