Japon, por Nikos Kazantzakis

"Del monte de Sinaí a la Isla de Venus"- Nikos Kazantzakis - Capítulo III - El Japón

Una vida sin alcohol ni drogas es más sana para ti, tu familia y la sociedad

Resumen: Apuntes de viajes de Nikos Kazantzakis, versión completa. Traducción: Andrés Lupo Canaleta

JaponEste tercer capítulo de la obra “Del Monte Sinaí a la Isla de Venus” nos retrata de manera magistral y sintética el alma del pueblo japonés, retratado en el año 1935, antes de que Norteamérica lanzara las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, que removió tan profundamente los cimientos del alma del excepcional pueblo que nos describe Kazantzakis.

Resulta apasionante descubrir a través de estas breves páginas un país que asemeja un cuento de hadas, donde prima la delicadeza, el buen gusto y el honor por sobretodo. También nos enteramos de la historia del Japón que después de haber sido descubierto por los occidentales se convirtió en el bocado más apetecido del Extremo Oriente. Marco Polo ya lo había descrito como un país muy rico en oro y pedrerías. Las numerosas invasiones de países extranjeros- a través de los siglos- no han logrado borrar los códigos de honor y la moral que han marcado siempre a los nipones que son a su vez, pragmáticos y tradicionales. Estos son los factores que les han permitido renacer como el ave fénix después de cada invasión a su territorio.

Por Xrisí Tefarikis

Capítulo III - El japón

"Cuando cierro los ojos para ver, oír y oler un país que he visitado, experimento una inquietud y una alegría semejantes a las que me reportarían el regreso de un ser querido.

Un día le dijeron a un rabino:

-Cuando nos propones a los judíos regresar a Palestina, piensas sin duda en la Palestina de allá arriba, en la Palestina inmaterial, nuestra verdadera patria.

Pero el rabino montó en cólera y golpeando con su bastón el suelo exclamó:

-¡No! Hablo de la Palestina terrestre, de la Palestina palpable, con sus piedras, sus zarzas y su cieno.

Yo tampoco me alimento de recuerdos abstractos y si esperara de mi espíritu que me librase del sinnúmero de mis vagas alegrías físicas con un solo y puro pensamiento, moriría de hambre. Cuando cierro los ojos para gozar de nuevo de un país que he visitado, son mis cinco sentidos, estos cinco tentáculos de mi cuerpo, con sus bocas ávidas, los que me empujan para traérmelo.

Colores, frutas, mujeres...Perfumes de jardines, olores de callejuelas sucias y de sudor, infinitas extensiones de nieve iluminadas por relámpagos azules...Playas ardientes y ondulantes que se agitan al sol... Lloros, gritos, cantos y lejanos cascabeles de mulas, de camellos o de troikas...

La hediondez repugnante de las aldeas mongolas no abandonará jamás mis fosas nasales. Y contemplaré eternamente en las palmas de mis manos- y por eternamente entiendo hasta el día en que mis manos se pudran- los melones de Bujara, las sandías del Volga y la fresca y minúscula mano de una japonesa...

Existió un tiempo, en mi primera juventud, en que intenté hacer ascética mi insaciable alma, alimentándola de abstracciones. Pensaba que el cuerpo no es más que un criado cuyo deber es el de recoger las materias primas y verterlas en el laboratorio del alma, para que allí se transformen en ideas. Cuanto más el mundo exterior perdía en mí su materia, sus olores y sus ruidos, era mayor la certeza que yo tenía de encontrarme en el camino que conduce a la cima suprema del esfuerzo humano. Y estaba contento. De suerte que Buda se convirtió para mí en el más grande los dioses, el que yo amaba y apreciaba como el modelo único: “Reniega de tus cinco sentidos, deseca tu corazón, no ames nada, no odies nada, no esperes nada; para poder apagar el mundo soplando sobre él”.

Pero secretamente trabajaban en mí un apetito, una sed, una raza bárbara que no se había saciado todavía de los placeres de este mundo. Mi espíritu, alardeando de hallarse plenamente satisfecho como si lo hubiese saboreado todo, escucha con una sonrisa irónica los gritos de mi corazón. Gracias a Dios, mi corazón estaba lleno de sangre, de barro y de deseos. Y una noche tuve un sueño. Vi dos labios sin rostro, unos grandes y rectos labios de mujer que me hablaban;” ¿Cuál es tu dios? Sin dudarlo contesté:” ¡Buda!”. Pero los labios se movieron de nuevo: “No, es el dios de Tocar”. Me desperté con un sobresalto. Una repentina alegría invadía mi corazón. Lo que yo no había podido encontrar durante el estado de vigilia ardiente y tentadora, lo encontraba en el seno maternal de la noche. Después de este sueño, jamás me separé de mi camino. Me esfuerzo en recobrar los años de mi juventud perdidos en adorar unos dioses sin carne y extraños a mí. Ahora transmuto en carne las abstracciones y me alimento de ellas. Por fin he comprendido que el dios de Tocar es mi dios.

Y todos los países que he conocido a partir de aquella noche, los he conocido tocándolos. Noto cómo mis recuerdos se agitan, no en mi cabeza, sino en la punta de mis dedos y en toda la superficie de mi piel. Ahora que vuelvo a pensar en el Japón, mis dedos tiemblan como si rozaran el pecho de una mujer amada.

Cuando Mahoma llamó a la puerta de uno de sus jeques preferidos para hablar de asuntos de guerra, Zeinab, la mujer de su amigo, corrió a recibirlo. Pero apenas abrió la puerta, una ráfaga de viento entreabrió su ropa y descubrió su pecho. Mahoma quedó tan maravillado que olvidó de pronto a todas las mujeres que había amado. Levantó los brazos hacia el cielo y dio gracias a Dios:”Te doy gracias, ¡oh, Alá!, por haber hecho mi corazón tan inconstante.”

Esta oración de agradecimiento, la hice yo mismo en el momento de embarcarme, en Port –Said , en el trasatlántico japonés que me debía de conducir a Extremo Oriente. Olvidé de golpe todos los países amados, todos mis amores geográficos legítimos e ilegítimos, para entregarme por entero a esta nueva aventura, a este lejano país en donde los ojos son alargados y la sonrisa dura y enigmática.

Demos gracias, pues, a Alá por haber hecho nuestro corazón tan inconstante, y dejemos soplar el nuevo viento que nos descubrirá un poco el seno del Japón.

Sakura y Kokoro

Al dirigirme al Japón, no sabía más que dos palabras en japonés. Sakura que significa flor de cerezo, y kokoro que significa corazón.

“¿Quién sabe?- pensé entonces-. Es posible que estas dos sencillas palabras me basten...”.

Hasta estos últimos años, antes de que el Japón arrojara su kimono y descubriera, ocultos tras sus cerezos, sus cañones y sus lanzas, nos imaginábamos a este país como una geisha cubierta con un kimono bordado con crisantemos, sus negros cabellos adornados con peines de nácar, zuecos rojos en los pies y en la mano un abanico de seda sobre el cual se podía leer un hai- kai sentimental: “OH tiernas flores de cerezo que os miráis en el agua cada primavera, he intentado cogeros, pero no he conseguido otra cosa que mojar mis mangas bordadas...”

En nuestro pensamiento, el monte Fuji se alzaba, cubierto eternamente por la nieve y, a lo lejos, el laúd de las tres cuerdas, el kamicen, suspiraba dulcemente con una tristeza contenida...Paisaje, kimono, mujer, música, crepúsculo, se había armonizado todo con encanto y gravedad.

El Japón era la geisha de las naciones. En sus alejadas aguas, sonreía, voluptuosa y misteriosa. Marco Polo, que la había denominado Cipango, la describió tan bella, sensual y cargada de oro que inflamó la imaginación de sus contemporáneos. Al propio tiempo inflamó la de Cristóbal Colón que, por amor hacia ella, partió con sus carabelas en busca de Cipango. ¿Es que quizá su anciano maestro el geógrafo Toscanini no le había escrito que esta isla estaba hecha de oro, de perlas y de piedras preciosas? ¿Qué las terrazas y los pavimentos de las casas eran de oro? Desde entonces, el ávido genovés ya no pudo apartarla de su pensamiento. Se puso, pues, en camino para despojar a este país de leyenda, pero no lo encontró jamás. Entre ellos se interponía América. Y el Japón fue descubierto cincuenta años más tarde por otro aventurero, el portugués Mendes Pinto. Su buque estuvo a punto de embarrancar y el navegante abordó la costa, vendió sus preciosas mercancías y llenó su bodega de oro y de ropas de seda. Los toscos marineros quedaron deslumbrados por la riqueza, la nobleza y la civilización de este país.”Allí- explicaron admirados- nadie come con los dedos (según era costumbre en Europa en aquella época), sino con dos delgadas varillas de madera o de marfil.”

Los aventureros, codiciosos, acudieron de todas partes. Fueron inmediatamente seguidos por los misioneros que transportaron su obra religiosa. El dulce santo Francisco Javier, que fue el primero en ir, dijo:”Este nuevo país es el gran consuelo de mi corazón”.

“El pueblo japonés -decía además- es el más virtuoso y más honrado de todos los pueblos. Es bueno, confiado y coloca el honor por encima de todos los bienes del hombre.”

Algunos años más tarde se construyeron iglesias, y varios millares de japoneses se hicieron bautizar; hombres del pueblo y aristócratas se arrodillaban ante el nuevo Buda: Cristo. Desgraciadamente, al propio tiempo que el cristianismo, los europeos introdujeron en este país virgen las armas, la sífilis, el tabaco y el comercio de esclavos. La civilización occidental se implantó con la llegada de comerciantes sin escrúpulos y de corsarios ladrones de mujeres. Millares de japoneses hacinados en las galeras eran vendidos en los lejanos mercados de esclavos. Por lo que respecta a los nuevos conversos al cristianismo, olvidando la tolerancia religiosa y la dulzura de su raza, organizaron persecuciones, incendiaron los monasterios budistas y arrojaron a las calderas de agua hirviendo a todos aquellos que rechazaban el bautismo.

Hasta el día bendito de 1683 en que los japoneses no pudiendo resistir más, por medio de una terrible matanza, limpiaron su territorio de todo lo que era cristiano y europeo.

Inclinado en la proa, miro cómo se abren y se cierran las aguas verdes del Canal de Suez. El viaje tiene que durar más de un mes, pero el cuerpo delgado del Japón, batido por el mar, se precisa ya en mi corazón.

Tres cocineros japoneses cubiertos con gorros blancos, se han arrodillado delante de un pequeño rosal florido. Están silenciosos. De pronto, uno de ellos adelanta la mano y con un dedo ligero se pone a contar las pequeñas rosas. Luego cuenta los pétalos, uno a uno, y después retira su mano. Dice algunas palabras a sus compañeros, que se inclinan sobre la maceta como si se inclinaran delante de un ídolo.

Amor, silencio, concentración... ¡Qué lejos estamos de Port-Said, de los gritos vulgares, de los ademanes violentos e inútiles! Los españoles y los portugueses que fueron los primeros europeos que penetraron en el Japón, debieron de parecer unos salvajes a estos seres taciturnos. Pienso en el alivio de los japoneses cuando los puertos del archipiélago se cerraron y, de nuevo, el silencio y la dulzura se extendieron sobre sus techos, puntiagudos y coloreados.

Durante dos siglos, los bárbaros blancos vieron cómo rechazaban su entrada en sus puertos. Pero una mañana del verano de 1853, se advierte en aguas japonesas la presencia del buque del almirante americano Perry. Este último es portador de un ultimátum, encerrado en una caja dorada, por el cual el Japón es conminado a abrir sus puertas a los buques americanos. El almirante remite la caja dorada a los príncipes samuráis informándolos de que volverá a buscar su contestación el año siguiente.

Viva emoción en el Japón.”No dejaremos que los bárbaros mancillen de nuevo nuestro sagrado suelo”. Los antepasados se incorporan en sus tumbas para gritar su indignación. Sin embargo, al año siguiente, el almirante americano aparece nuevamente con su escuadra. Algunos cañonazos son suficientes para que los japoneses comprendan. No se pueden salvar. ¿Cómo luchar contra estos diablos blancos? Tienen cañones, buques de hierro que navegan sin velas gracias a unas máquinas diabólicas. Todas las fuerzas del Mal están a su favor. No, no hay salvación. Los japoneses son obligados a abrir sus puertos. A partir de este día, las miradas encantadas de los blancos pueden contemplar el espectáculo maravilloso: bosques de cerezos en flor durante la primavera, crisantemos multicolores en otoño, mujeres de cuerpos juveniles, ropas de seda, abanicos, templos y estatuas, pintura, un mundo imprevisto, encantador y alegre.

Más tarde, los pusilánimes Loti nos pintan esta tierra profanada como un bibelot frágil, maravillosa, pero sin alma.”Las mujeres son muñecas; los hombres, enanos...” En desquite, los románticos del tipo de Lafcadio Hearn nos lo presentan como un país de alma vibrante y de sonrisa enigmática.

“¿Quieres saber a qué seres se parece el corazón del Japón? Se parece a la flor del cerezo de las montañas que embalsama con el sol de la mañana”.

Dulzura, delicadeza, silencio; hombres que se hacen matar sonriendo, mujeres llenas de sumisión y de profunda mudez. Después que los grandes escritores han descrito este país, resulta difícil examinarlo sin estar influido por sus visiones. Han arrojado sobre el cuerpo estrecho del Japón un kimono bordado con flores exóticas tejidas por su imaginación. A nosotros corresponde levantarlo para ver lo que cubre.

Cuando me embarqué no sabía más que dos palabras: sakura y kokoro. Pero ahora que estoy en camino, adivino que si quiero tener un perfecto contacto con el Japón, será necesario añadir a mi vocabulario una tercera palabra que todavía no conozco. Esta será la palabra: Miedo.

Los Mandamientos

  1. Vive pacíficamente cumpliendo tu deber cotidiano.
  2. Conserva siempre puro tu corazón y obra escuchando su voz.
  3. Respeta a tus antepasados.
  4. Haz tuya la voluntad del Mikado y cúmplela.

Estos son los cuatro mandamientos que gobiernan el alma del japonés. Los terribles problemas metafísicos les importan poco. No acepta, como lo hace el indostano, perder su voluntad aniquilándose en el universo. Los problemas: “De dónde viene el mundo?” “¿Adónde va?”, le dejan indiferente. Los amplios horizontes intelectuales le parecen brumosos y estériles. Su mirada no traspasa el área estrecha de su patria, hecha de tierra y de mar, rica en huesos y cenizas de sus antepasados. El deber supremo, el único deber fecundo del hombre es para el japonés obrar y actuar en el círculo estrecho de su raza.

El Japón: he aquí el universo del japonés. A esto se atiene totalmente. Su menudo cuerpo nervioso y vibrante como un muelle pronto a saltar, su alma ávida, pero contendida, encuentran al actuar dentro de los límites de su raza, todas las posibilidades de alcanzar su más alto desarrollo. El japonés tiene confianza en su corazón, ya que este corazón no es individual ni le pertenece en propiedad y tampoco es un trozo perecedero de carne que palpita. Es el corazón de toda su raza. Para hallar el buen camino y regular sus actos, el japonés no tiene necesidad de sistemas metafísicos. Escucha la voz infalible de su corazón, de su raza. Y la certidumbre, casi física, de esta infalibilidad hace que su acción sea sencilla, rápida y segura.

El japonés no se da cuenta de vivir hasta que actúa. El ruiseñor canta:” En el principio está el canto”. El japonés dice: “En el principio está la acción”. Piensa que en esta áspera tierra la acción es la única vía de salvación. Cualquiera sea su profesión, el japonés sabe que con su trabajo puede contribuir a la prosperidad y a la salvación de su raza. El interés del individuo y el interés de la raza se identifican.

Al gran emperador Meiji que, hace cerca de dos generaciones, llevó a cabo el renacimiento económico del Japón, le gustaba durante sus horas de descanso escribir versos. Tres de estos versos son recitados por cada japonés como una oración: ¡Seas rey o ganapán, cualquiera que sea el rango que el destino te haya dado, afánate hasta el fin!...

“Estate siempre preparado”. Este es el mandamiento del samurai. “Cada vez que salgas de tu casa, has como si no tuvieras que regresar jamás”.

De esta forma, poco a poco, se han codificado los severos principios morales de los samuráis, reunidos en el Bushido, su código caballeresco.

  1. Honor y deber ante todo.
  2. Obediencia ciega al emperador.
  3. Audacia y desprecio a la muerte (estar preparado a morir cada segundo).
  4. Rigurosa disciplina del alma y del cuerpo.
  5. Nobleza y comportamiento agradable a los amigos.
  6. Venganza inexorable con los enemigos.
  7. Generosidad (la economía es una de las formas de la cobardía)

La japonesa

Iosivara y Tamanoi

El que no ha tenido hijos no sabe lo que es el verdadero dolor, el verdadero ¡Ay!, me decía un día un japonés.

Y otro día, en el monte Athos, atravesando una naturaleza salvaje cubierta de nieve, me encontré ante la morada de un ermitaño: una gruta en la que no había más que dos íconos, un cántaro de agua y un taburete. Sentado a la entrada, el viejo ermitaño tiritaba. Me detuve y cambié algunas palabras con él.

-Es bien dura la vida que llevas, padre mío- le dije-. Está llena de sufrimientos.

-No, hijo mío, estos sufrimientos no cuentan. El verdadero sufrimiento es otra cosa...

-¿Qué?

-Tener un hijo y perderlo. He aquí lo que yo llamo el “Ay”. No existe otro.

No obstante, hoy, en un barrio populoso de Tokio, lleno de calles estrechas y tortuosas, he conocido otro ¡Ay! , más sombrío y más atroz porque deshonra al ser humano.

Desde hacía varios días quería ir a visitar estos horribles barrios de Losivara y Tamanoi, pero demoraba siempre mi visita porque esta clase de espectáculo me hunde en la vergüenza y en la repugnancia. Las enfermedades del cuerpo y del alma, la decadencia del hombre, llenan mi corazón de indignación, menos por los que sufren que por la naturaleza humana que puede caer tan bajo, que por la carne y el alma, que son tan débiles.

Pero esta tarde, armándome de valor, subí a un taxi y con voz baja, pues me dio vergüenza, le dije al coger:

-Iosivara.

Atravesamos las bulliciosas calles del centro. Empezó a llover suavemente. Se abren paraguas multicolores, el pavimento brilla... A medida que avanzamos, las casas se hacen más bajas, los transeúntes más escasos, los barrios más sombríos. De pronto vemos innumerables faroles de color.

-Iosivara- anuncia el chofer, señalándome una larga calle totalmente iluminada.

Me apeo del taxi. A la entrada de la calle, veo un arco de triunfo adornado con banderas de todos los países del mundo. Es la famosa Kuruba que los poetas vagabundos y los señores libertinos han cantado tanto.

Después de los siglos, Iosivara es el alegre reino del amor improvisado. Debajo del arco del triunfo en donde se pueden leer estas altivas palabras:”Escuchad mi voz vosotros que estáis lejos. Aproximaos, mirad. Entrad y veréis el Paraíso que inesperadamente se abre ante vosotros”, han pasado en alegres procesiones samuráis, artistas y hombres del pueblo. Pasemos, pues, también nosotros el umbral de este lugar de amor público y veamos.

Una calle muy limpia, bares, peluquerías, farmacias, fruterías... Ciudadanos que circulan llevando pequeñas bandejas llenas de dulces...Están tranquilos, la vergüenza no les hace apresurar el paso, tienen simplemente el aspecto de regresar a su casa.

Los japoneses desconocen el anatema que la religión cristiana arroja sobre la lujuria, y para ellos, el amor, como se practica en Iosivara, no es un pecado.

Envalentonado, avanzo entre la muchedumbre. A derecha e izquierda se alinean pequeñas casas de madera con las puertas provistas de cortinas. Ante cada umbral, detrás de una reja, se halla un hombre con kimono, el “pregonero”, que invita a los transeúntes a que entren. A su lado, en un escaparate iluminado, estrecho como un ataúd, están expuestas las fotografías de las mujeres de la casa y el pregonero se desgañita:

-Aproximaos. Mirad. Tenemos las más bellas chicas de Iosivara. Entrad. ¡Un yen, un yen!

Un grupo de jóvenes y viejos se acerca y mira con atención un escaparate. Yo los sigo. En el fondo, tumbadas encima de algodón se ven las fotografías de una decena de mujeres tan llenas de afeites que se parecen extraordinariamente y es imposible distinguir unas de otras. Llevan ricos peinados artísticamente arreglados, tiene pequeños ojos inocentes y labios muy colorados. Máscaras de cadáveres de insoportable amargor. El estrecho ataúd está iluminado por una débil bombilla verde y como yo me inclino para ver los cuerpos alineados, me hace el efecto de distinguir, en el fondo de una agua verde, unas mujeres ahogadas que me miran.

Sigo mi camino. El escaparate vecino está iluminado en color violeta. La cortina de la puerta se separa y un rostro enharinado aparece y me sonríe. Después, otro exactamente parecido. Después un tercero...Se diría que se recubren el rostro con una capa de polvos tan espesa para convertirse, al hacer desaparecer sus rasgos particulares, en una especie de máscara viviente. Como si estas orientales desearan no conservar en sus relaciones con los hombres su rostro propio y quisieran gustar solamente una voluptuosidad impersonal, animal y religiosa a un mismo tiempo.

Camino durante dos horas mirando las mujeres. El horror que se experimenta aquí, en Iosivara, es humanamente soportable, ya que todo- casas, mujeres, voces- tienen un aspecto de indiferencia y de alegría.

Pero el verdadero horror se experimenta en otro barrio, en Tamonoi.

...Calles estrechas y sombrías por donde dos personas juntas apenas pueden pasar; olores mezclados de jabón de tocador, ácido fénico y mugre humana. Barracas ruinosas con puertas agujereadas por una pequeña taquilla.

Una cabeza de mujer indeciblemente trágica se enmarca estrechamente en cada abertura y el rostro, que parece modelado por una paleta, sonríe a cada transeúnte. Esta sonrisa fingida, incrustada en el afeite desecado, permanece inmóvil durante toda la noche...

A veces, la boca se mueve con dificultad, murmura alguna palabra tierna y en seguida vuelve a cerrase.

Pasan hombres en interminables procesiones y, para hacer su elección, miran a cada mujer atentamente. Algunas veces, pronuncian una palabra, con frecuencia una cifra: 50 sens, 30 sens, 20 sens, se callan de nuevo y caminan hacia otra puerta, en busca de la mercancía que les gusta más y del precio más interesante... Un padre borracho arrastra a su hijo, al que lleva cogido de la mano. El niño debe tener ocho años. Va vestido con unos pantaloncitos a la europea y un sombrero de fieltro peludo de anchas alas, como los que llevan los sacerdotes católicos. El padre se detiene ante cada puerta y le enseña la mujer que se halla expuesta. Ésta lo llama sonriendo y el pequeño, asustado, empieza a llorar y se niega a salir andando. El padre ríe a carcajadas, tira del niño y lo conduce hacia otra puerta.

Yo camino con pasos rápidos. No puedo soportar este terrible espectáculo. Me detengo para comprar dos manzanas como si me pudieran hacer compañía e infundirme valor. Me esfuerzo en mirar sin miedo las terribles cabezas que, con el cuello alargado, aparecen asomadas a las taquillas cuadradas. Diríase que se hallan aprisionadas en una canga, ese aparato de tormento chino que, horadado con un agujero, inmoviliza el cuello del condenado. De esta forma, estas mujeres tienen el aspecto de llevar la puerta a sus espaldas, y con ella, la casa, Tamanoi, Tokio y toda la humanidad. Yo me siento culpable, ya que es por nuestra culpa, la culpa de todos los hombres, que estas mujeres asuman la más pesada responsabilidad. Cobardemente, las abandonamos en el lugar más peligroso de la batalla.

Pero bruscamente venzo mi repugnancia. Me aproximo a una pequeña ventana y contemplo la máscara que está enmarcada en ella. La capa de polvos es tan espesa que en el momento en que me sonríe, toda la costra del rostro se desprende como una vieja argamasa. Pero quedan dos ojos humanos.

Un día, en una lejana ciudad del Norte, vi una mona enjaulada que, con la mejilla apoyada contra la palma de la mano, me miraba con una amargura indescriptible. De vez en cuando tosía. Sus marchitos pechos retumbaban en su vientre como dos sacos vacíos. Se diría que se lamentaba a mí por haber sido encerrada injustamente detrás de sus barrotes.”¿Por qué? ¿Por qué?”, me preguntaba dolorosamente sus ojos, casi humanos.

Arrojo al instante de mi memoria este triste recuerdo y veo de nuevo el rostro de la mujer que me sonríe. Tras un terrible esfuerzo consigo también sonreír. La mujer se envalentona y me dirige algunas palabras que yo no entiendo. Pero el tono de su voz es tan dulce, tan suplicante, que noto cómo desaparece la pared que nos separaba. La pequeña puerta se ha abierto y me encuentro sentado, con las piernas cruzadas, encima de una miserable estera. Algunas fotografías de marineros están prendidas con alfileres en la pared y un colchón está extendido en el suelo. Ese colchón, en tiempos antiguos, las mujeres lo llevaban en la espalda mientras recorrían las calles.

Hace frío. Silenciosa, la mujer se arrodilla y empuja hacia mí una pequeña estufa de tierra, llena de carbón encendido.

Las geishas

Dante, cuando salía del Infierno, debía caminar por la calle encorvada, pálido, con la mirada asustada debido a sus horribles visiones. Yo debía tener el mismo aspecto cuando vagaba por las calles de Tokio, al día siguiente de mi visita a Tamanoi, ya que un amigo, instalado en el Japón desde hacía años, me agarró por el hombro y exclamó riendo:

-Algo te lleva de cabeza. Me recuerdas al grave florentino con su cara larga como un día sin pan.

Le conté mi correría de la víspera. Mi amigo frunció las cejas. Vive en el Japón desde hace veinte años, habla perfectamente su idioma y quiere a este país como una segunda patria.

-No hay que irse del Japón con esa mala impresión -me dijo-. Esta noche ven conmigo. Verás geishas tan inocentes como gacelas desnudas. Verás esa clase de mujeres que tus antepasados de la antigüedad amaban tanto y a cuyos pies aquel viejo, aquel astuto Sócrates, se sentaba como un colegial para aprender lo que son el amor, la belleza, el espíritu elevado... Verás las hetairas envueltas en su kimono de seda perfumado y te sentarás a sus pies. Si eres un buen discípulo, aprenderás también lo que es el amor, la belleza, el espíritu elevado...

-¡Ya estoy harto de máscaras!-dije impaciente.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Los rostros de los japoneses. Todos, hombres y mujeres sonríen como máscaras. Y no se sabe lo que hay detrás. En verdad, tengo ganas de ver de nuevo un rostro de carne tibia, un rostro vivo, que ría, que se enfade...

-¿Máscaras? Pero ¡si no son máscaras ¡-dijo mi amigo riendo-. Simplemente no hay rostros. Levanta esta máscara de que hablas y debajo descubrirás otra idéntica. Y si levantas ésta, encontrarás una tercera. Y así sucesivamente. Como esas muñecas de madera japonesas que se meten unas detrás de otras. ¡No hay máscaras! Este es el Japón. Pero basta de filosofía. Ya anochece. Vamos.

Dos alegres farolillos de papel están colgados delante de una casa baja. Entramos.

Un patio fresco y limpio, unos pinos minúsculos en unas macetas, una pequeña fuente en donde se remojan algunas flores cortadas.

Aparecen sonrientes cinco o seis muchachas jóvenes y se arrodillan con un solo movimiento para saludarnos. Después se levantan de nuevo lanzando alegres gritos:

-Irasaimase! Iraisaimase! (Sed bien venidos).

Nos quitan los zapatos y nos calzan unas zapatillas de piel. Subimos tras ellas una reluciente escalera de madera que huele a ciprés. Pequeñas habitaciones parecidas a las celdas de los monjes, cerradas con biombos. En cada habitación, cuyo piso está cubierto con una estera, se puede ver una mesa baja de madera laqueada, blandos almohadones, una pequeña estufa de cobre, un cuadro colgado de la pared y algunas flores en un jarrón.

Nos sentamos en el suelo. Nos traen y pasteles de arroz. Después saké y piñones. Una muchacha entra y hace una reverencia tan profunda que su nariz toca la estera.

-El baño está preparado-dice.

Tomamos un baño de sólo dos minutos, el tiempo preciso para refrescarnos. Nos ponemos el yukata, un fino quimono que parece un pijama, y volvemos para sentarnos de nuevo sobre la alfombra.

¡Oh alegría, pureza, dulzura! Mientras bebo lentamente el saké tibio, pienso que la vida es sencilla como esta celda, que el amor es un placer inocente, sagrado como el agua que bebe el que tiene sed. Aquí, el concepto del amor se parece al de la Grecia antigua: dar gozo a una mujer y recibirlo de ella no es un pecado mortal.

Las geishas se han reunido a nuestro alrededor. Nos miran y ríen. Sus ojos son puros, sin impertinencia y sin languidez. Tenemos la impresión de pasar la velada en una casa amiga donde se nos espera. Una geisha de edad madura, que ya no baila, sino que solamente toca el kamicen, se levanta. Mientras acaricia a las chicas sentadas a su alrededor, mi amigo me explica:

-Hasta los quince años son maiko, es decir, geisha aprendiz. Aprenden cómo tienen que vestirse, maquillarse, bailar, hablar y cómo gustar a los hombres... A los dieciséis años se convierten en perfectas geishas que pueden cumplir su deber. Entonces se trasladan a donde se las invita, bailan, tocan el kamicen, divierten a los hombres, reciben su paga y finalmente regresan con su “mamá”, la matrona. Esta última las ha comprado o alquilado a sus padres. Las alimenta, las viste y percibe el fruto de su trabajo.

La mayor de las geishas se sienta en un rincón, coloca el kamicen encima de sus rodillas, se saca del corpiño un mediator de marfil triangular y empieza a afinar el instrumento. La más pequeña de las chicas, una novata, se levanta para bailar. Se para en medio de la habitación, se arrodilla y hace una silenciosa reverencia ante cada uno de nosotros. Menuda, encantadora con su quimono verde bordado con flores de cerezo, empieza a bailar. Es una tranquila e ingenua pantomima: una enamorada espera a su galán. La chica simula sacar de su pecho una dulce esquela, la lee y la vuelve a poner encima de su corazón. La danza continúa, imitando la espera y, de pronto, la enamorada lanza alegres gritos. Su galán ha llegado.

La danza ha terminado y la pequeña se inclina de nuevo ante cada uno de nosotros, tocando la estera con su frente, y viene a sentarse sonriente a nuestro lado. Pero el kamicen sigue tocando y ahora se puede oír la voz de la mayor de las geishas que termina la historia cantando: “Estamos unidos, hombre y mujer, igualmente a través del fuego que del mar, hasta la muerte y más allá de ella:”

La tercera chica, que no debe tener todavía veinte años, se lanza, con las mejillas encendidas, a bailar su danza predilecta. Su pantomima es más nerviosa que la de su compañera. El galán ya ha venido y se ha vuelto a marchar; ahora, feliz y satisfecha, ella rememora...

Sus movimientos son tan vivos que de vez en cuando, el kimono negro adornado con flores de loto, se abre, dejando ver una camisa de seda rosa. La danza termina, la chica se inclina ante nosotros al igual que la primera y, jadeante, viene a sentarse a mi lado.

La reunión se ha hecho muy alegre. Le ruego a mi amigo que pregunte a la mayor de las geishas cuál ha sido la mayor alegría de su vida. La mujer no contesta y nosotros insistimos.

-No me acuerdo de ninguna alegría- dice -. No he tenido más que tristezas. Tenía apenas siete años cuando mi padre me vendió para pagar sus deudas. En seguida me enseñaron a bailar, tocar el kamicen y cantar para gustar a los hombres. Es un trabajo difícil, muy difícil...

Interrogo también a la más joven que, apoyada contra la estufa de cobre, parece ahora una gata.

-¿Cuál es tu mayor deseo?

Se sonroja y se inclina hacia el fuego. La presionamos, pero se niega a contestar. Entonces la geisha mayor deja escapar una risita amarga.

-Casarse-contesta en lugar de su joven compañera-. Encontrar un hombre que se case con ella. Es lo que deseamos todas.

La atmósfera se enfría y yo me arrepiento mil veces de haber hecho preguntas estúpidas. La que toca el kamicen deja el instrumento encima de su pedestal y se pone a cantar:

Hace años que soy geisha aquí

y espero a mi galán

Esta noche he soñado que ha venido,

me he despertado y lloro, lloro, sigo llorando...

Las otras dos chicas se levantan y empiezan a bailar. Es una lenta persecución amorosa, sin ningún gesto obsceno. Simulan ser un hombre y una mujer que juegan inocentemente. Como dos cabritos en el campo.

Traen una botella de saké y ostras. La celda está sumergida en una especie de misterio, como un templo iluminado por pequeñas bombillas rojas, como un templo en el momento de las grandes veladas.

...Olor a saké, a ostras y a polvos que se disuelven al contacto con el sudor...

Cuando, hacia el alba, nos levantamos para marchar y las dos chicas se despiden de nosotros tocando el suelo con sus frentes, nos parece que salimos de un jardín florido que ha dejado en nuestras manos y en nuestros cabellos un aroma muy dulce y muy amargo de almendro en flor.

Febrero-mayo, 1935."

Otros capítulos de "Del Monte Sinaí a la Isla de Venus, apuntes de viajes", de Nikos Kazantzakis:

  1. Mi compañera pantera
  2. El Monte Sinaí
  3. Panait Istrati encuentra a Gorki.
  4. El Japón
  5. Nikos Kazantzakis: China
  6. Nikos Kazantzakis: España
  7. Nikos Kazantzakis: España, Avila
  8. Nikos Kazantzakis: España, Toledo
  9. Nikos Kazantzakis: España, Córdoba
  10. Nikos Kazantzakis: España, Granada
  11. Nikos Kazantzakis: España, Salamanca
  12. Nikos Kazantzakis: Shakespeare
  13. Nikos Kazantzakis: Grecia

Nikos Kazantzakis, un pensador de nuestro tiempo: Conferencia de George Stassinakis, Presidente de la "Société internationale des amis de Nikos Kazantzakis"


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