Una vida sin alcohol ni drogas es más sana para ti, tu familia y la sociedad
Resumen: Capítulo VII "Shakespeare", de "Apuntes de viajes de Nikos Kazantzakis", versión completa. Traducción: Andrés Lupo Canaleta.
“Bruscamente este hombre que después de Dios pudo crear el mayor número de almas, en el mismo momento en que se hizo dueño absoluto de su lengua y en que su facultad de expresión alcanzó un poder de hechizo extraordinario, bruscamente, este hombre se retiró a Stratford, una pequeña ciudad insignificante. Adquirió tierras, prestó dinero con interés y se contentó -en pleno vigor de su edad: apenas cincuenta años-con los insípidos gustos de la vejez: silla reservada en la iglesia, hermosa casa, vajilla de plata, criada cara, largos paseos, conversaciones tranquilas.
“Su meta fue, pues ganar dinero y no conocer la gloria. ¿Se habrá hecho inmortal sin haberlo deseado, se pregunta maliciosamente Pope, el poeta inglés?”
Este párrafo que aparece insertado en este reportaje de viaje que realiza el escritor Kazantzaki al visitar la ciudad natal de William Shakespeare (1564-1616), Stratford-on-Avon, es una de las primeras anotaciones que se realizan en el siglo XX acerca de la verdadera identidad de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos. De hecho, lo que descubre Kazantzaki en este pequeño pueblo, es la herencia tangible que deja un hombre burgués que difícilmente podría haber tenido el temperamento de un artista genial, -quizás el más brillante de todos los tiempos-en la literatura occidental. Para captar el arte de Shakespeare en toda su dimensión hay que leerlo de preferencia en su idioma original, el inglés, para admirar entre otras cosas, los fascinantes y versátiles argumentos de sus obras, y la belleza y perfección de sus versos.
Resulta casi imposible que un personaje tan corriente como el señalado en la biografía oficial de Shakespeare responda a este escritor excepcional.
Una serie de sus obras, las más significativas quizás, como “Hamlet”, “Macbeth” “Enrique IV”, “Ricardo III”, “Titus Andronicus”, “Otelo”, “El Rey Lear”, “Coriolano”, “Julio César” y “Antonio y Cleopatra” reflejan una cercanía muy próxima a los reyes y gobernantes de una nación. Todas las intrigas palaciegas y las traumáticas luchas por el poder resultan muy cercanas al autor que las retrató. Es por eso que existen tantos enigmas respecto de la verdadera identidad de William Shakespeare. Algunos estudiosos piensan que el culto y versado autor de toda la obra Shakesperiana fue un personaje más cercano a la monarquía inglesa como Tomás Moro, Sir Francis Bacon u otro que no quiso dar a conocer su identidad para no entrar en conflicto con los dominios reales.
Para finalizar este análisis, es interesante el comentario que hace Kazantzaki acerca de Henry Mac Kenzie, quién a fines del siglo dieciocho fue el primero en descubrir el “encanto indescriptible “de Hamlet. Tardío reconocimiento para tan excepcional autor...
Por Xrisí Tefarikis, febrero de 2007
“En este momento amado, en este ahora dorado...”, escribía lady Montague a su hermana, hace dos siglos. Frase simple y sensual que me colma de una increíble dulzura, como si, expresando el secreto reconocimiento de la madurez, me mostrase el momento presente, colgado como un fruto azucarado del árbol de mi vida.
A veces es suficiente una sencilla palabra, una brisa ligera, un sueño o el zumbido glotón de una abeja en una flor para que, bruscamente, sepamos que somos felices.
En este momento amado, en este ahora dorado...yo estoy sentado en un pequeño banco en el “Jardín del Poeta”, detrás de la casa de Shakespeare, y me estoy calentando al sol. A mi alrededor flores rojas y blancas, arbustos hábilmente recortados en forma de patos, de cisnes o de pavos reales. Los álamos murmuran, el agua gorjea, dos niñas ruedan y juegan como gatos en la hierba...
Las zozobras y las inquietudes se borran, pierden su veneno y se adormecen también como si fueran lagartos tomando el sol en el “Jardín del Poeta”. Se puede aferrar el momento, pleno, fresco y redondo como una granada. Con un día semejante, en un lugar semejante, el mundo se transforma en una especie de más allá; el viento y el aire se pueblan de altas presencias.
Entreabriendo los ojos se puede ver sentado en el mismo pequeño banco al Maestro de este lugar con su amplia frente, su brillante calvicie, sus ojos tristes y sus gruesos labios sensuales. Tiene en las manos un gran libro de memorias que está hojeando. Si nos inclinamos no leeremos, como cabía esperar, versos trágicos o sonetos de amor, sino cifras, cuentas en libras esterlinas, en chelines, en peniques. Vuelve la página. Los alquileres han proporcionado tal cantidad, los campos tal cantidad de trigo, los carneros tanto de lana o de leche...Vuelve otra página. Garabatos ilegibles, frases dispersas. No se entiende nada. Se tienen deseos de trabar conversación, uno se prepara para decir algo, pero Shakespeare parece tan pálido, tan cansado...Tiene cincuenta y tres años, estamos en marzo, en los primeros soles y el poeta se adormece en el pequeño banco.
Entonces, probamos de leer el libro abierto y tras mil esfuerzos conseguimos descifrar algunas líneas:
“En el nombre de Dios, Amén. Yo, William Shakespeare, sano de espíritu y de cuerpo...” Y más abajo:
“Confío mi alma a Dios, mi creador. Tengo la fe inquebrantable que solamente la gracia de Cristo nuestro salvador me permitirá participar en la vida eterna...”
Más allá:
“A mi hija Judith, ciento cincuenta (150) libras. A mi hermana Jeanne, veinte (20) libras. A mi nieta, Elizabeth Hall, mi vajilla, excepto las grandes bandejas de plata...”
Siguen numerosas frases con una escritura incomprensible. Su mano debía de temblar, tenía prisa. La pluma se había enganchado y resbalado la tinta. En una esquina se puede leer:
“A Thomas Cobb, mi espada. A M. Collins, trece libras, seis chelines y ocho peniques. A mi hija Suzanne...”
Shakespeare se mueve, suspira, abre los ojos y mira a su alrededor. Pero no ve a nadie, ni siquiera a su nieta Elizabeth revolcándose en la hierba. Deja escapar un nuevo suspiro y se saca de su cinto un largo tintero de bronce adornado con un escudo que representa una lanza de plata sobre campo de oro y un halcón con las alas desplegadas. Saca también una pluma de oca, se inclina y se pone a escribir:
“A mi esposa, la cama número 2. Reflexiona un momento, duda, por fin se decide y añade: Con todo lo perteneciente a ésta”
Fatigado, se para nuevamente.
Dentro de un mes, el 23 de Abril, morirá. Nota ya que la vida lo abandona como si su sangre circulara por sus venas abiertas.
“Me muero, Horacio... Desgraciada reina, adiós...Todos estáis pálidos y temblorosos ante esta catástrofe, mudos espectadores de esta tragedia. Si tuviera más tiempo, si este cruel portero, la muerte, no fuera tan fiel a su consigna, ¡oh!, podría deciros...Pero dejemos todo esto...Horacio, yo me muero. (“Hamlet”).
Un cuervo se posa en el álamo. La rama se inclina, el pájaro funesto mira al Maestro sentado en el pequeño banco. Mira incansablemente, meneando la cabeza y con el pico bajo, como si ya oliera el cadáver.
Entonces Shakespeare levanta la mano. ¿Quiere con este ademán acoger al pájaro o despedirlo? ¿Quién sabe?...Sin embargo, este esfuerzo lo agota. Su cuerpo se hace inmaterial y, transformado en bruma primaveral, se extiende sobre la hierba; sin cesar cambia de forma y como de pronto la brisa empieza a soplar, Shakespeare se deposita dulcemente transformado en rocío, sobre la tierra.
Las dos niñas han desaparecido, el cuervo sigue posado en el álamo y se pone a graznar. Junto a mí, en el pequeño banco, está todavía mi compañero, un inglés jubilado al que conocí en el mismo Stratford. Fue maestro durante cuarenta años, también poeta, y el año anterior regresó a su ciudad natal para terminar en ella sus días. Dos mechones blancos de sedosa barba encuadran sus mejillas, y sus ojos parecen frescas violetas. Esta mañana me ha hecho visitar todos los lugares de peregrinación.
-Aquí nació, aquí vivió, ésta es su cama, su testamento, su firma. Y esta casa. Ocupada en la actualidad por un pastelero, fue la de su hija Judith. En este puente, él se paraba para contemplar la puesta de sol...
La ciudad entera vive, se arrastra, mendiga y trafica a la sombra de su gran hombre. Shakespeare la domina ahora, poderoso señor tardíamente colmado, aquel que en vida exhalaba los más profundos suspiros:
“¡Ay de mí!, es verdad, he errado de aquí para allá y me he convertido en la irrisión del mundo, ensangrentando mi alma, vendiendo a bajo precio la cosa más preciosa....”
Actor mediocre, su mejor papel fue el de Espectro en Hamlet. Amante desgraciado, se arrastraba a los pies de la “negra” Mary Fitton, que lo engañaba con otros más jóvenes, más ricos y más guapos.
“Soy feliz a tu lado, aunque me tortures, aunque me mandes a hacer tus compras...”
Gravitaba alrededor de unos jóvenes lores a los cuales dedicaba humildemente sus obras, y si los nombres de estos orgullosos nobles todavía son pronunciados, gracias a aquel pobre actor, que tuvo a bien colocarlos bajo su pluma.
“El aprecio que tengo por vos, honorable señor, es infinito...Lo que he hecho, os pertenece. Lo que haga, será vuestro...”
“Es tierno y sensible -según los testimonios de sus contemporáneos-, honrado, generoso, dulce y dotado de una gracia casi femenina.” “Dulce cisne de Avon”, como lo llamaba su amigo Ben Johnson. Penetraba en el alma de sus semejantes, experimentando sus penas y sus alegrías con su propio corazón. Sabía amar y en esto estribaba su secreto.
No obstante, del tierno corazón de este Cisne, han salido sanguinarias aves de presa, terribles criminales que matan la inocencia, la bondad y el sueño sin que tiemble su mano. Los más grandes héroes de Shakespeare: Otelo, Coriolano, Ricardo III, Macbeth son monstruos que, sueltos por el mundo, ya no lo abandonan. Vagan por nuestro espíritu, aumentan el terror de nuestra soledad y enriquecen las profundidades de nuestra alma. No obstante, del mismo pecho salieron igualmente otros personajes delicados, inocentes y puros: Julieta, Desdémona, Ofelia, Cordelia, Miranda, Virginia, heroínas que enriquecen las capas superiores de nuestra alma.
Gracias a Shakespeare, la mujer ha adquirido nuevos timbres de nobleza y no podemos ya enamorarnos sin que floten sobre los hombros de la amada los cabellos sueltos de Ofelia o sin que surja, perfumado y ensangrentado, el pequeño pañuelo de Desdémona.
Un alma inmensa que se eleva desde el fondo del Infierno hasta la cumbre del Paraíso. Si la humanidad tuviera que enviar un representante cerca de Dios para abogar por su causa, elegiría a Shakespeare.
Nadie como él ha sabido manejar el género humano con tanto vigor y dulzura a la vez, brusquedad y melodía, con un arte tan encantador.
Todavía vacilante y difuso en sus primeras obras, su léxico adquiere en El sueño de una noche verano y en Romeo y Julieta una musicalidad y una dulzura incomparables. El diálogo de los amantes es el canto de dos ruiseñores en las ramas floridas de la primavera.
Más tarde, en Julio César, la lengua del poeta se hace densa, fuerte y agria. Evolucionando siempre, en Hamlet se enriquece con nuevas cualidades: la rapidez, la pasión, al tiempo que conserva su antigua dulzura. En cada gran tragedia, el verso se renueva, la llama arde más fuerte, el pensamiento se hace más profundo, la expresión se concreta, una pesada pasión se aloja: amargura, terror, menosprecio de los hombres.
Hacia el final, con La Tempestad, Shakespeare se sosiega de nuevo, se dulcifica. Pero esta calma y esta dulzura son totalmente diferentes de la agradable música que se desprendía de las primeras piezas. En La Tempestad, uno se da cuenta de que el poeta ha atravesado todos los tormentos para alcanzar esta serenidad y que la dulzura de la obra es el resultado de un trabajo agotador, de un tratamiento de alquimia del corazón del hombre, mediante el cual son transformados en miel todos los venenos.
¿Quién, pues, mejor que Shakespeare para representarnos, si cada planeta tuviese que enviar a Dios un representante?
Bruscamente, este hombre que después de Dios pudo crear el mayor número de almas, en el mismo momento en que se hizo dueño absoluto de su lengua y en que su facultad de expresión alcanzó un poder de hechizo extraordinario, bruscamente, este hombre se retiró a Stratford, una pequeña ciudad insignificante. Adquirió tierras, prestó su dinero con interés y se contentó- en pleno vigor de su edad: apenas cincuenta años- con los insípidos gustos de la vejez: silla reservada en la iglesia, hermosa casa, vajilla de plata, criada cara, largos paseos, conversaciones tranquilas.
“Su meta fue, pues, ganar dinero y no conocer la gloria. ¿Se habrá hecho inmortal sin haberlo deseado?” es la pregunta que maliciosamente se hace Pope.
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No lo comprendo- digo de repente, rompiendo el silencio.
Mi compañero el buen jubilado que se calienta al sol junto a mí, mientras hojea lentamente un libro, me mira con aspecto sorprendido.
- ¿Qué es lo que no comprende?- pregunta con su voz melosa y desagradable.
- ¿Porqué dejó de crear? Había conocido las alegrías y las penas de la vida, había madurado, su corazón rebosaba de bienes como estas ricas galeras que en otros tiempos regresaban de las misteriosas islas del Océano Índico. ¿Por qué, pues, vino a embarrancar a Stratford?
- ¿Que dice? ¿Embarrancar?-exclama mi shakesperiano ofuscado-. ¿Es de Shakespeare de quién habla? ¿Lo que usted llama un naufragio no sería mejor una apoteosis?
- ¿Apoteosis? No lo entiendo.
-Marchó joven de esta ciudad para ir a la capital, cumplió sus deseos mejor que cualquiera en la tierra y luego, como un buen maestro artesano, regresó a su pueblo natal para vivir tranquilamente sus últimos años, disfrutar del sol y de la buena mesa, ir a misa el domingo, dar su paseo por las tardes y gozar de la consideración de sus compatriotas. En una palabra: recibe el salario que se le debía. ¿Puede una vida humana recorrer una más perfecta trayectoria?
No contesto. No se puede discutir con un maestro retirado, para colmo poeta, que, al defender a Shakespeare, defiende secretamente, y con una sencillez maliciosa, su propia pequeña existencia, que ha seguido “idéntica” trayectoria.
Sin embargo, esta pregunta sin contestación sigue siendo dolorosa para mí, ya que jamás he podido saber si el deber del hombre implica realmente un fin. ¿Tenemos derecho, antes de nuestra muerte y aún más allá de la muerte, a abandonar la lucha?
La línea curva ha sido la que más he detestado, la que mi alma jamás ha querido admitir. Indispensable acaso, justa, inevitable, es la línea que describen individuos y civilizaciones. Al principio se baten con bravura, después intentan la gran y heroica ofensiva que los conduce a la cima, para deponer las armas y firmar la capitulación al final. De esta forma, calmados, habiendo reconocido sus fronteras y dominado su locura, se someten, sabia e inteligentemente, a la necesidad.
Así es. Sin embargo, el corazón del hombre, este eterno amante del Amor, habría seguramente preferido que el sol permaneciera para siempre en su cenit. El crepúsculo, a pesar de su dulzura, sus colores y su frescor, no puede consolarlo.
-Lo que me gusta más- sigue el maestro- es el fin tan humano, tan inglés, mediante el cual coronó su vida tumultuosa. Compra una casa y unas tierras, se convierte en el pilar y el orgullo de su pequeña ciudad natal, se transforma en gentleman, se procura un título nobiliario y graba sus armas (una lanza de plata en campo de oro y un halcón con las alas desplegadas) sobre el frontispicio de su puerta, sus armas, sus sellos, sus sortijas, sus platos, sus cubiertos, sus pañuelos y su ropa blanca. También sobre su losa sepulcral. Es así como los héroes colmados por la vida terminan sus días. De entre todos, son los más envidiables.
Me río.
- ¿Porqué se ríe?-me pregunta el jubilado, y sus patillas se estremecen amenazadoras.
-Perdóneme -le digo, pero mientras hablaba, una insólita imagen ha acudido a mi pensamiento. Con frecuencia, al limpiar las entrañas de una gallina, se encuentran gran número de huevos, pequeños y grandes, todavía no formados del todo. En tal caso la gallina ha sido sacrificada demasiado pronto y hay que sentir remordimiento. ¿No es ésta su opinión?
El jubilado se encoge de hombros; pero, por cortesía no contesta.
“Estos orientales- debe de pensar- se burlan de los valores y del respeto. Le estoy hablando de Shakespeare y he aquí que me sale con una gallina destripada con sus huevos. Su dios, el sol, es el más desvergonzado que existe.”
Se arregla las gafas y empieza a buscar una página en el libro que sostiene:
- ¿Me permite?-pregunta-. Escuche lo que dice uno de nuestros grandes escritores: Thomas Carlyle.
Aclara la voz y empieza:
-”Shakespeare es lo más grande que hemos producido hasta el presente. ¡Qué no daríamos para conservarlo! Si se nos preguntara: ¡Oh inglés!, ¿qué prefieres dar? ¿El Imperio de las Indias o Shakespeare? Desde luego que los políticos contestarían a su manera, pero nosotros, he aquí lo que contestaríamos: Poco nos importa poseer un Imperio o no. ¡El Imperio de Indias desaparecerá un día, Shakesperare, jamás”!
Se calla. Si, Shakespeare pudiera oír estos elogios, seguro que menearía la cabeza con tristeza. La gloria póstuma dejaría indiferente a este sensual cuyos sentidos hambrientos durante su vida fueron condenados a ser mal satisfechos con sobras...
- ¿En qué está pensando?-me pregunta el maestro mirándome por debajo de sus lentes.
-Pienso en que esta adoración a la obra de Shakespeare ha llegado demasiado tarde.
¡Es mejor tarde que nunca!-observa mi interlocutor-. Cuando un gran hombre desconocido sabe que la consagración y la gloria llegarán un día, sufre menos.
- ¿Qué sabe usted?-le pregunto, montado en cólera a mi pesar-. ¿Quién se lo ha dicho? Para los seres que aman intensamente la vida (la vida en todas sus manifestaciones: el vino, las mujeres, los viajes, los honores), para esos seres que sufren cuando están privados de todo lo que desean, mejor nunca que tarde.
- ¿Por qué se enfada?-dice el maestro, sonriendo con condescendencia a este grosero y colérico oriental que soy yo.
-Porque sus amigos, los lores Essex, Montgomery y Southampton sentían una especie de desprecio por él. Porque le “soplaban” las mujeres que él amaba. Porque ninguno de ellos supo adivinar quién era el modesto actor, el “dulce William” que se humillaba cuando ellos hablaban.
“Al escribir Hamlet, puso al desnudo su corazón, mostrando sus heridas, lanzando un grito que nadie oyó. Fueron necesarios ciento sesenta y nueve años (cuando ya hacía largo tiempo que la garganta que lo había exhalado se había convertido en tierra) para que su grito fuera escuchado. Cierto Henry Mac Kenzie fue el primero en descubrir, hacia el año 1780, el “encanto indescriptible” de Hamlet. Fue el primero en hacer notar que un turbulento enigma se oculta detrás del pálido efebo. Enigma que, después no ha cesado de aumentar, ya que cada generación, ha cargado a Hamlet con sus propios problemas.
El maestro ha cerrado los ojos. Ya no quiere escuchar más. Y yo pienso en la lenta cristalización de la leyenda shakesperiana. Mientras duró el período clásico, en donde dominaba la frase medida, el frío adjetivo, las tres unidades, Shakespeare fue mirado como un monstruo sin cabeza ni cola, como un bárbaro. Vino luego el romanticismo, que rompe los moldes y libera el alma. Las exageraciones, los numerosos adjetivos, las audaces divagaciones, las pasiones inmoderadas fueron consideradas como los nuevos mandamientos del arte. Shakespeare se convirtió entonces en el profeta legislador, portador de un nuevo decálogo.
Desde entonces, al lado de la Biblia, en cada hogar inglés, se encuentra otro libro, tan grueso y tan usado a fuerza de ser leído. Es una edición de las obras completas de Shakespeare.
Sin embargo- y esto es lo más sorprendente-, no existe un tipo humano más alejado de los héroes de Shakespeare que el inglés contemporáneo. Abrir un libro de Shakespeare es abrir una jaula donde están encerradas fieras, gritos y alaridos, actos de violencia, ímpetu que no puede y no quiere ser contenido, fuerzas primitivas bruscamente liberadas...
Es que esta fiera isabelina continúa viviendo en el fondo de cada inglés, pero está guardada por los barrotes de hierro de la dignidad victoriana.
Un día, en Londres, estaba hablando con un escritor inglés:
-¿Cómo los ingleses de hoy- le dije- pueden comprender almas tan distintas de las suyas como son las de los héroes de Shakespeare? En la actualidad, la selva shakesperiana se ha desplazado hacia países más cálidos.
-Nadie- me contestó-puede comprender y amar a Shakespeare como el inglés contemporáneo. No porque se trata de un poeta de nuestra raza que escribió en nuestro idioma, sino porque en el momento en que lo escuchamos, la fiera encadenada que se oculta en el fondo de cada sajón, se libera por fin; porque en ese momento nuestros cinco sentidos se abren y gozan de todo lo que secretamente deseaban sin atreverse a disfrutarlo. Shakespeare es para nosotros la válvula de seguridad que, al levantarse, nos impide reventar. Su obra actúa sobre nosotros como los sueños obscenos que tienen los ascetas y que, al calmarlos, les permiten permanecer puros.
El sol ya se ha puesto. Regreso lentamente a mi alojamiento siguiendo la orilla del río, tranquila y verde.
En las primeras sombras azules del crepúsculo, distingo en las orillas los cisnes que hacen con coquetería su tocado nocturno. Curvando altivamente su cuello de serpentín picotean, limpian y peinan mediante sus largos picos amarillos su pecho hinchado. Y el plumón arrancado se deposita en la orilla del agua como si fuera espuma.
Hoy han jugado, comido, volado y nadado. La noche se aproxima, y se preparan para dormir. Y yo pienso de nuevo en su hermano mayor, “El Cisne de Avon”.
Junio 1936
Nikos Kazantzakis, un pensador de nuestro tiempo: Conferencia de George Stassinakis, Presidente de la "Société internationale des amis de Nikos Kazantzakis"
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