De "Superwoobinda", Aldo Nove, Reservoir Books. Grijalbo Mondadori ©1998 by Aldo Nove - Versión en texto
NOTA: Contenido sólo para adultos.
Indice
Desde que existen los canales de televisión de Berlusconi ya no transmiten Woobinda, el pálido muchacho suizo que corre por la sabana. Es una de las consecuencias de la derecha.
Me llamo Giusseppe, tengo treinta y un años. Aries. Soy de izquierda como Woobinda. Woobinda era un solidario. El disco gritaba: «Woobinda ayúdame, Woobinda ayúdame». Era un disco del mismo grupo que canta Furia. Tampoco Furia la siguen dando.
Furia la volvieron a dar durante una temporada. No era lo mismo que cuando yo era joven. Tenía un tema musical horrible. No hacía soñar. Y mi generación tiene mucha necesidad de soñar.
Mi generación cree en algo nuevo. A Woobinda los chicos de ahora no lo conocen. No conocen tampoco a Fantomas.
De noche entro en casa por al ventana. Al otro día hago poner el cristal que he roto al entrar por la ventana.
Si en la sabana hubiera habido ventanas Woobinda las habría roto para entrar. Un día ya no quedarán bosques y entonces Woobinda acabaría como en la televisión de ahora, en la que directamente no existe.
En cambio sí que existe dentro de mí, como si el tiempo no hubiera pasado.
Dentro de todas las personas a las que todavía les queda algo que decir. Es la fuerza de tener treinta años en los años noventa.
Es saber hacia dónde te diriges.
Mi hermana se acuerda poco de Woobinda, porque cuando lo daban ella no tenía ni diez años. Dice que para ella Woobinda no es más que un tío que gritaba cosas poco antes de la cena. No recuerda las tramas de los capítulos y hasta la cara se le ha borrado de la memoria.
Se acuerda perfectamente de Barbapapá.
Barbapapá aparecía con su familia de Barbas. El más simpático era Barbapeloso.
Pero no eran más que dibujos animados, no representaban nada. Eran dibujos animados de derecha, unos dibujos de la Liga Lombarda, porque no tenían detrás un mensaje propio como Woobinda, que nos hacía sentir unidos, cuando salíamos por la noche a tocar timbres en 1979 todos pensábamos en él, nos hacía sentir unidos, ahora las fuerzas están d
oOo
El otro día estaba en el bar Azzurri con mis amigos. Estaba tomando un café cuando vi a Marcello. Lo había conocido en la mili. Se lo presenté a mis amigos. Cuando ya no se tienen dieciocho años es bonito recordar los tiempos idos. Marcello se puso contento al saber que me había casado. Marcello tiene ahora treinta y un años (igual que yo. Creo que nació dos días más tarde que yo, los dos somos cáncer, una vez hicimos una fiesta de cumpleaños juntos en el bar Devolzi.
Nos acordamos tambiém de aquella vez, en Gallarate, cuando el sardo no quería bajar del techo, y de cuando llevamos las putas al cuartel, y esa vez en que se robó el chocolate, quince quilos, y se lo vendimos a un tío del mercado. Nos acordamos del teniente Casuli, que era homosexual, y de cuando el yonqui de Voghera dejó el almacén sin custodia para meterse un pico, y a mí me tocaba hacer el informe.
Una vez Marcello encontró una muñeca hinchable en la taquilla de You can Dance y la hinchamos y la metimos dentro del water pero alguien nos vio mientras huíamos y trató de sacarla para usarla pero la muñeca explotó.
Marcello estaba gordo y tenía una hija de dos años, tomó un aperitivo sin alcohol y contó que organizaba los viajes de los hinchas de la Juve y que un día podría ir a visitarlo a su casa.
Cuando llegó el momento de irse él quiso pagar pero no era justo, después de tanto tiempo de no verlo quería invitar yo. Marcello no estaba de acuerdo y trató de que yo saliese del bar. Yo le dije que lo dejara, que era mejor que no insistiera y que se pirara.
Él dijo que pagaría, yo le dije que ni pensarlo, él me preguntó si estaba de guasa. Le dije que no, Marcello hizo una mueca de disgusto, le dije que aunque pusiera cara de culo pagaría yo de todas formas, Marcello me dijo hijo de puta.
Yo lo mandé a la mierda, tenía que entender que me tocaba pagar a mí, y Marcello me dijo que ni se me ocurriera sacar la cartera que estaba hasta los cojones de discutir y que iba a pagar él.
La gente ya nos rodeaba, quería ver quién pagaba al final, las chicas del bar y los demás. Yo los miraba a todos y todos me miraban esperando a que hiciera algo, también la cajera detrás de la barra me miraba.
Le dije a Marcello que no fuera imbécil, que era la última vez que se lo advertía, que tuviera cuidado, pero él me empujó hacia el exhibidor de los helados para poder darle el dinero a la cajera.
Me cago en todo le grité a Marcello sacando la pistola, vas a entender o no que ya está bien de hacerse el listo gritaba y gritaba mientras le descargaba los cartuchos entre los ojos.
Le gritaba si era eso lo que quería, si quería morir y Marcello caía con el dinero en la mano, los billentes manchados de sangre, la gente escapaba del bar y yo también salía disparando, disparaba contra todos y gritaba que pagaba yo, que esta vez me tocaba a mí.
Soy una chica de veintisiete años. Me llamo Stefania y soy aries ascendiente tauro. Mi marido se llama Gianni, tiene cuarenta y un años y es agente financiero.
Yo soy poetisa y redactora de una revista femenina, donde me ocupo del correo de lectoras. En general se trata de cuestiones sentimentales insoportables. Las mismas de siempre. Cuando salgo del trabajo doy largos paseos en coche, que me relajan aún más desde que me compré el teléfono móvil.
Mi teléfono móvil es un Sharp TQ-G400.
Mide 130 por 49 por 24 milímetros y pesa 225 gramos con la batería estándar.
Tiene dos botones cursores ubicados debajo de los botones de inicio y finalización de las llamadas que me permiten elegir el menú a través del cual dispongo con facilidad de las funciones de acceso a las opciones que me interesan.
El display es sinceramente muy bonito, sin duda mejor que le del Pioner PCC-740 que tiene Marta.
Mi teléfono móvil indica el nivel de recepción de la señal, el de carga de la batería, el estado del teléfono y la hora.
Tiene una lucecita parpadeante que me permite, incluso cuando lo dejo en alguna parte de la habitación o en el coche, saber el estado de las baterías o si están descargadas.
La memoria registra las diez últimas llamadas que he hecho.
Cuando conduzco por la autopista en busca de un instante de relajación puedo telefonear a Gianni para que me diga guarradas. Gianni me dice «Te lamería el coño, zorra, no eres más que una zorra», y yo sigo conduciendo y me mojo.
Gianni siempre me llama desde la Bolsa donde todos gritan y nadie se da cuenta de lo que dice mi Gianni en su móvil, un Ericsson EH237 de 1.583.000 liras.
El móvil de mi marido tiene 199 memorias y seis repeticiones automáticas de números.
Pesa 20 gramos menos que el mío y sus medidas son 49 por 130 por 23 milímetros.
No tiene antena filiforme. Tiene antena helicoidal.
Bueno, con ese Ericsson EH237 mi marido me telefonea mientras yo conduzco para decirme galanterías.
Somos una pareja moderna y de cuando en cuando vamos al sex shop Danubio Azul, cerca de Linate 1 para comprar elementos que coadyuvan al pleno éxito de nuestra compleja relación de pareja. la última vez gastamos 1.197.000 liras.
Compramos un pene anatómico no vibrador con chorro por 34.900, un Duett vibrador ano-vagina por 49.000 liras y unas bolitas chinas estimulantes y vibradores por 34.900 liras.
Sin embargo, estoy convencida de que todas las parejas como la nuestra, que viajan mucho, como Gianni y yo, deberían tener indudablemente un Vibraboll.
Vibraboll es el indicador silencioso de los teléfonos móviles que mi marido me ha metido en el culo el día del aniversario de nuestra boda.
-Espera que te meto una cosa por el culo- me dijo.
Pensaba que era el vibrador de siempre, con chorro o sin chorro, con glande retráctil o no retráctil, es decir algo especialmente hecho para meter por el culo.
Pero no: era Vibraboll.
Mi marido salió de la habitación y me llamó con su Ericsson EH237 a mi Sharp TQ-G400.
Inmediatamente Vibraboll comenzó a vibrar, avisando de la llamada, y esa estimulación tan intensa que nunca antes había experimentado jamás había sentido me volvió loca descubrí la forma en que la tecnología de nuestros días puede cambiar y mejorar una relación sexual maullaba como una loca con aquel aparato en el culo no pude resistir más me levanté de la cama y cogí de la mesa de noche mi teléfono móvil era insoportable. Era una zorra en celo.
Empecé a frotármelo enérgicamente por la vagina arriba y abajo. Con la antena pequeña y suave como solo pueden serlo las antenas Sharp me oprimía repetidamente el clítoris y tuve el orgasmo más intenso de mi vida y mi marido entró en la habitación estaba guapísimo escorpio ascendente leo tenía su Ericsson EH237 en la mano derecha encendido y parpadeando lo mantenía apretado sobre la polla amoratado me decía sacando la lengua «Te quiero mi adorado conejito» y me corrí, un montón.
1.Aeropuerto de Milán (N.de los T.) Volver
D «Aldo dice 26 x 1» era la contraseña que radiaban los partisanos italianos a finales de la segunda guerra mundial, y «dos más seis más uno igual a nueve», resume el cabalístico Aldo para explicar el seudónimo que utiliza. Nacido en Viggiù, aunque en la actualidad reside en Milán, licenciado en filosofía, redactor de la revista Poesía y poeta a su vez, este joven escritor italiano, de treinta años, causó conmoción en Italia hace dos años con la publicación de Woobinda, una colección de cuentos cortos, brevísimos, cómicos y trágicos, románticos y sanguinarios, en la mejor línea del pulp.
Ahora en Superwoobinda, donde además de recoger esos cuarenta relatos iniciales incluye otros doce inéditos, nos descubre unos personajes desquiciados en un mundo donde lo cotidiano es una mezcla de televisión, de productos de supermercado, de teléfonos móviles, de neveras y de yogur: relatos sin moral y sin memoria, donde tanto da exagerar, porque, en el fondo, la realidad de todos los días supera cualquier exageración.
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