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American Psycho, Un martes-Bret Easton Ellis

Una vida sin alcohol ni drogas es más sana para ti, tu familia y la sociedad

Transcripción de Henzo Lafuente, Bret Easton Ellis, 1991

NOTA: Contenido sólo para adultos

Esta noche hay una fiesta de gala en el Puck Building con motivo de una nueva generación informatizada de aparatos para remar profesionales, y después de jugar al squash con Frederick Dibble, tomo unas copas en Harry's con Jamie Conway, Kevin Wynn y Jason Gladwin, y nos subimos a la limusina que ha alquilado Kevin para esta noche y nos dirigimos a la parte alta de la ciudad. Yo llevo un chaleco de jacquard de Kilgour, French &Stanbury comprado en Barney's, una pajarita de seda de Saks, zapatos sin cordones de charol de Baker-Benjes, gemelos antiguos de diamante de Kentshire Galleries y un abrigo de lana gris bordeado de seda con mangas ranglán y una chaqueta de Luciano Soprani. Una cartera de avestruz de Bosca contiene cuatrocientos dólares en metálico en el bolsillo de atrás de mis pantalones negros de lana. En lugar de mi Rolex, llevo un reloj de oro de catorce quilates de H.Stern.

Paseo sin objetivo por la sala de baile del primer piso del Puck Building, aburrido, bebiendo mal champán (¿podría ser un Bollinger?) en una copa alargada de plástico y tomando trocitos de kiwi, cada uno con un poco de chèvre por encima, con la vaga intención de conseguir cocaína. En lugar de encontrarme con alguien que conozca a un traficante, me tropiezo con Courtney junto a la escalera. Lleva una túnica de seda, algodón y tul con pantalones de encaje con lentejuelas, parece tensa y me advierte que me mantenga lejos de Luis. Alude que sospecha algo. Una orquesta toca malas versiones de viejos éxitos de la Motown de los años sesenta.

-¿Como qué? - pregunto, paseando la vista por la sala -.¿Que dos y dos hacen cuatro? ¿Que en secreto tú eres Nancy Reagan?

- No comas con él la semana que viene en el Yale Club - dice ella, sonriéndole a un fotógrafo cuyo flash nos ciega momentáneamente.

- Esta noche tienes un aspecto...voluptuoso - digo, tocándole el cuello y recorriendo su barbilla con el dedo hasta que alcanzo el labio inferior.

- No estoy bromeando Patrick. - Sonríe y saluda con la mano a Luis, que está bailando desganadamente con Jennifer Morgan. él lleva una chaqueta de esmoquin de algodón y un chaleco de seda de cuadros escoceses, todo de Hugo Boss, una corbata de lazo de Saks y un pañuelo de bolsillo de Paul Stuart. Devuelve el saludo. Yo levanto el pulgar.

- Valiente carapijo - susurra tristemente Courtney para sí misma.

- Oye, me marcho - digo, terminando el champán -. ¿Por qué no bailas con el... que siempre deja un espacio de seguridad?

- ¿Adónde vas?- pregunta ella, agarrándome del brazo.

- Courtney, no me apetece experimentar otra de tus... explosiones sentimentales - le digo- Además los canapés son una mierda.

- ¿Adónde vas?- vuelve a preguntar -. Detalles mister Bateman.

- ¿Por qué te interesa tanto?

- Porque me gusta saber esas cosas - dice -. No habrás quedado con Evelyn, ¿verdad?

- Podría ser - miento.

- Patrick - dice Courtney -. No me dejes aquí. No quiero que te vayas.

- Tengo que devolver unos vídeos - vuelvo a mentir, dándole mi copa de champán, justo cuando nos deslumbra otro flash de una cámara. Me alejo.

La orquesta encadena con una ruidosa versión de "Life in the Fast Lane" y me pongo a buscar tías buenas con la vista. Charles Simpson - o alguien que se le parece especialmente: pelo peinado hacia atrás, tirantes, gafas Oliver Peoples - me estrecha la mano, grita:

- ¿Qué tal, William? - y me dice que me reúna con un grupo de personas que incluye a Alexandra Craig, en el Nell's a eso de las medianoche. Le aprieto brevemente el hombro y le digo que no faltaré.

Una vez fuera, fumando un puro y contemplando el cielo, distingo a Red Thompson, que sale del Puck Building con su séquito - Jamie Conway, Kevin Wynn, Marcus Halberstam, pero ninguna chica - y me invita a que me una a ellos para cenar, y aunque sospecho que tienen drogas, no me apetece pensar la noche con ellos y decido no acompañarles a ese bistró salvadoreño, especialmente porque no tienen mesa reservada y puede que no la consigan. Me despido de ellos con la mano, luego atravieso el Houston, evitando otras limusinas que dejan la fiesta, y me dirijo hacia la parte alta de la ciudad. Voy andando por Broadway y me detengo en un cajoro automático donde saco otros cien dólares, sintiéndome mejor al tener quinientos en al cartera.

Me sorprendo atravesando a pie la zona de anticuarios de debajo de la calle Catorce. Se me ha parado el reloj, de modo que no estoy seguro de la hora que es, aunque probablemente sean las diez y media o así. Pasan unos tíos negros ofreciendo crack o entradas robadas para una fiesta en el Palladium. Paso junto a un quiosco, una tintorería, una iglesia, un restaurante. Las calles están desiertas; el único ruido que rompe el silencio es el de un taxi ocasional que se dirige hacia Union Square. Pasa una pareja de maricones esqueléticos mientras estoy en una cabina telefónica escuchando los mensajes de mi contestador, al tiempo que contemplo mi reflejo en el escaparate de un anticuario. Uno de ellos me silba, el otro se ríe: un sonido agudo, moribundo, terrible. Un arrugado programa de Les Misérables yace en la acera destrozada, manchada de orina. Una farola se funde. Alguien con un abrigo de Jean-Paul Gaultier mea en una calleja. El vapor se alza desde el asfalto, ondula y se evapora. Bolsas de basura congelada se alinean en los bordillos. La luna, pálida y baja, cuelga por encima del Chrysler Building. Del West Village llega la sirena de una ambulancia, el viento la recoge y luego su eco se desvanece.

El vagabundo, un negro, está tumbado a la puerta de una tienda de antigüedades abandonada de la calle Doce, encima de una reja abierta y rodeado de bolsas de basura y un carrito de la compra de Gristede's cargado con lo que supongo que son sus pertenencias personales: periódicos, botellas, latas de aluminio. Un cartel escrito a mano sujeto a la parte delantera del carrito dice:" ESTOY HAMBRIENTO Y NO TENGO CASA POR FAVOR AYÚDENME". Un perro, un chucho pequeño, de pelo corto muy delgado, está tumbado junto a él, con la correa sujeta al carrito de la compra. No me fijo en el perro la primera vez que paso por delante. Sólo después de haber dado la vuelta a la manzana y volver, lo distingo tumbado encima de una pila de periódicos, custodiando al vagabundo, con un collar que lleva sujeta una placa metálica excesivamente grande para él, que dice GIZMO. El perro alza la vista hacia mí, moviendo su delgado y patético rabo y, cuando le ofrezco mi mano enguantada, la chupa, hambriento. La pestilencia de algo así como alcohol barato mezclado con excrementos se alza como una nube pesada, invisible, y tengo que contener la respiración antes de acostumbrarme a ella. El vagabundo se despierta, abre los ojos, bosteza, y enseña unos dientes muy sucios entre unos labios púrpura agrietados.

Tiene unos cuarenta años, es corpulento, y cuando intenta sentarse puedo distinguir con más claridad sus rasgos a la luz de la farola: barba de unos cuantos días, papada, una nariz colorada con gruesas venas marrones. Lleva puesto una especie de traje de poliéster de un verde lima muy chillón con unos pantalones vaqueros de Sergio Valente muy gastados por encima (la última moda de los sin casa de esta temporada), junto a un jersey de cuello en pico a rayas naranjas y marrones manchado de algo que podría ser vino de borgoña. Parece muy borracho - a no ser que esté loco o sea retrasado mental -. No es capaz de enfocarme con los ojos cuando me detengo delante de él, tapando la luz de la farola. Me arrodillo.

- Hola - digo, tendiéndole la mano, la que ha chupado el perro -. Pat Bateman.

El vagabundo me mira, jadeando debido al esfuerzo que tiene que hacer para sentarse. No me estrecha la mano.

- ¿Necesita dinero? - le pregunto amablemente -. ¿Y algo de comer?

El vagabundo asiente con la cabeza y se echa a llorar, agradecido.

Busco en el bolsillo y saco un billete de diez dólares, luego cambio de idea y sujeto uno de cinco.

- Es lo que necesita, ¿verdad?

El vagabundo vuelve a asentir con la cabeza y aparta la vista, y después de aclararse la voz, dice tranquilamente:

- Tengo mucha hambre.

- Además hace frío - digo yo -. ¿No es así?

- Tengo mucha hambre.- Tose una vez, dos, tres, luego aparta la vista, avergonzado.

- ¿Por qué no trabaja? - le pregunto, con el billete en la mano, pero lejos del alcance del vagabundo -. Si tiene mucha hambre, ¿por qué no trabaja?

Respira, tiembla y entre sollozos admite:

- Me quedé sin trabajo...

-¿Por qué?- pregunto, auténticamente interesado -. Bebía usted mucho, ¿verdad? ¿Fue por eso por que se quedó sin trabajo? Era una broma. No, de verdad..., ¿bebía usted en el trabajo?

- Se encoge de hombros, entre sollozos, y dice ahogadamente:

- Me echaron. Me pusieron en la calle.

Lo acepto, asintiendo con la cabeza.

- Vaya por Dios, eso está muy mal.

- Tengo mucha hambre - dice, y se pone a llorar con más fuerza. Su perro, esa cosa que se le llama Gizmo, se pone a gemir.

- ¿Por qué no consigue otro?- pregunto -. ¿Por qué no consigue otro trabajo?

- No estoy... - Tose, temblando de un modo terrible, incapaz de terminar la frase.

- ¿No está usted qué? - pregunto suavemente -. ¿Cualificado para otro?

- Tengo hambre - susurra.

- Ya lo sé, ya lo sé - digo -. Vaya, parece usted un disco rayado. Estoy tratando de ayudarle... - Mi impaciencia aumenta.

- Tengo hambre - repite.

- Oiga. ¿Cree usted que está bien pedirle dinero a la gente que trabaja? ¿A quien tiene trabajo?

Se le contrae la cara y dice entrecortadamente, con una voz ronca:

- ¿Qué puedo hacer?

- Oiga - digo -, ¿Cómo se llama?

- Al - contesta.

- Más alto - digo -. Venga.

- Al - repite, un poco más alto.

- Tiene que conseguir un trabajo, Al - le digo seriamente -. Tiene usted una actitud muy negativa. Eso es lo que le impide conseguirlo. Debe mostrarse decidido. Yo le ayudaré.

- Es usted tan amable, señor. Es usted tan amable. Es usted un hombre muy amable - balbucea -. Se lo aseguro.

- Chist - susurro -. Está bien. - Me pongo a acariciar al perro.

- Por favor - dice, cogiéndome de la muñeca -. No sé qué hacer. Tengo tanto frío.

- ¿Se da usted cuenta de lo mal que huele? - susurro, dándole un golpecito en la cara -. Apesta. Dios mío...

- No consigo... - Se ahoga, traga saliva -. No consigo encontrar sitio donde vivir.

- Apesta - le repitió -. Apesta usted a...mierda. - Sigo acariciando al perro, cuyos ojos se abren mucho y se humedecen de agradecimiento -. ¿Sabe una cosa? Maldita sea, Al..., míreme y deje de llorar como un marica - grito. Mi enfado aumenta, luego se aplaca y cierro los ojos, llevándome la mano a la nariz para tapármela, luego suspiro -. Al..., lo siento. Lo que pasa es que..., no sé. No tengo nada en común con usted.

El vagabundo no escucha. Llora con tal fuerza que es incapaz de responder de modo coherente. Vuelvo a guardarme lentamente el billete en el bolsillo de mi chaqueta Luciano Soprani y dejo de acariciar al perro con la otra mano, que me meto al bolsillo. El vagabundo deja de sollozar bruscamente y se sienta, buscando con la vista el billete de cinco dólares o, supongo, su botella de Thunderbird. Adelanto una mano y le vuelvo a tocar la cara suavemente, con compasión y susurro:

- ¿Sabes que eres un jodido perdedor?

Él empieza a asentir, desesperado, y yo saco un largo y delgado cuchillo con hoja de sierra y, con mucho cuidado para no matarle, le hundo aproximadamente un centímetro de la hoja en el ojo derecho, empujando con el mango y sacándole la retina.

El vagabundo está demasiado sorprendido para decir nada. Se limita a abrir la boca, aturdido, y se lleva lentamente una mano sucia y con unos guantes sin dedos a la cara. Le bajo los pantalones de un tirón y, a la luz de los faros de un taxi que pasa, distingo sus blandos y negros muslos, con un sarpullido asqueroso debido a que se mea constantemente con los pantalones puestos. El hedor a mierda me llega inmediatamente a la cara y, respirando por la boca, me agacho y le apuñalo en el estómago, sin hundir demasiado el cuchillo, por encima de la densa mata de vello púbico. Esto parece que le deja un tanto sobrio, e instintivamente trata de protegerse con las manos, mientras el perro se pone a aullar, de un modo furioso de verdad, pero no me ataca. Sigo dándole puñaladas al vagabundo, ahora entre los dedos, en el dorso de las manos. El ojo le cuelga de la cuenca y le oscila por delante de la cara, y él sigue parpadeando, lo que hace que lo que le queda dentro de la herida suelte una especia de yema de huevo roja. Le agarro por la cabeza con una mano, se la echo hacia atrás y con el pulgar y el índice le sujeto el otro ojo, se lo mantengo abierto y meto la punta del cuchillo en la cuenca, rompiendo primero la membrana protectora, de modo que la cuenca se le llena de sangre. Luego le corto el globo ocular... y él empieza a gritar cuando le corto la nariz en dos, lo que hace que la sangre me salpique un poco. También el perro, Gizmo, que parpadea al caerle la sangre en los ojos. Deslizo rápidamente la hoja por la cara del mendigo, abriéndole el músculo por encima de la mejilla. Todavía arrodillado, le tiro una moneda de veinticinco centavos a la cara que brilla debido a la sangre y tiene las dos cuencas vaciadas y llenas de coágulos de sangre, y lo que queda de sus ojos balanceándosele literalmente por encima de sus labios que gritan. Le susurro tranquilamente:

- Ahí tienes venticinco centavos. Cómprate un chicle, jodido negro asqueroso.

Luego me vuelvo al perro que ladra, y cuando me levanto se dispone a echárseme encima, enseñando los dientes, pero le doy un tajo en los huesos de las patas traseras y cae de lado aullando de dolor, mientras alza las patas delanteras en el aire. No puedo sino echarme a reír y me complazco en la escena, divertido por el espectáculo. Cuando distingo a un taxi que se acerca, me alejo lentamente de allí.

Después, dos manzanas hacia el oeste, me noto temerario, feroz, excitado, como si hubiera hecho ejercicio y las endorfinas me inundaran el sistema nervioso, o como si acabara de meterme la primera línea de cocaína, dado la primera calada a un buen puro, tomado el primer trago de Cristal. Me muero de hambre y necesito comer algo, pero no quiero pasar por Nell's, aunque podría ir andando, e Indochine me parece un sitio poco adecuado para tomar un trago para celebrarlo. De modo que decido ir a un sitio al que podría ir Al, el McDonalds's de Union Square. Pido batido de vainilla ("Extra-espeso", advierto al que sirve, que se limita a mover la cabeza y volverse hacia la máquina) y lo llego a la mesa de delante, donde probablemente se sentaría Al, con la chaqueta y las mangas del abrigo ligeramente salpicadas de sangre. Dos camareras del Cat Club entran detrás de mí y se sientan en una mesa enfrente de la mía; las dos sonríen, coqueteando. Yo hago como que no me doy cuenta y las ignoro. Una vieja con pinta de loca, arrugada, que fuma un pitillo tras otro, está sentada cerca de nosotros, asintiendo al vacío. Pasa un coche de policía, y después de dos batidos mi excitación se va aplacando lentamente. Me noto terriblemente aburrido, cansado; la noche me parece terriblemente depresiva y empiezo a maldecirme por no haber ido a ese bistró salvadoreño con Reed Thompson y los demás. Las dos chicas siguen mirando, aún interesadas. Yo echo una ojeada a mi reloj. Uno de los mexicanos que trabajan detrás del mostrador me observa fijamente mientras fuma un pitillo, y parece interesado en las manchas de la chaqueta Soprani de un modo que sugiere que va a decir algo sobre ellas, pero entra un cliente, uno de los negros que han tratado de venderme crack antes, y tiene que atenderle. De modo que el mexicano deja su pitillo, y es lo único que hace.

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